LA CUEVA DEL CÍCLOPE
Eugenio López García © enero 2013
A
mis hijas: inteligentes, guapas, luchadoras y orgullosas
YA NO VENDRÁ OTRO ULISES
“Disponed
bien aprisa las jarcias del negro navío y embarcad sin tardanza”
El
empleado de la gasolinera donde me detuve a repostar me extendió una tarjeta
donde aparecían unos labios carnosos bajo una naricita respingona. De los
labios salía, como una serpiente venenosa, una húmeda lengüecilla rosada
chupando dos cerezas. Anunciaba un puticlub, como seguramente habréis
adivinado. Se conoce que el empleado de la gasolinera me tomó por un putero.
Debía de ser también psicólogo. Le di las gracias. Vi que estaba leyendo “Así
habló Zaratustra”. Me chocó. Pensé que ya nadie leía esa clase de libros. Ahora
la gente sólo lee frivolidades. Se alimenta de frivolidades. Un grupo de
personas adultas puede pasarse hablando de frivolidades dos o tres horas
seguidas sin darse cuenta, y encima parece que disfrutan, no bostezan ni una
sola vez. Ríen como si alguien les estuviera haciendo cosquillas en los sobacos
y gesticulan como monos amaestrados o como monas coquetas si son mujeres y
tienen las manos bonitas. No conozco este mundo. No sé hacia donde camina. De
lo que estoy seguro es que no se dirige a ninguna cumbre, ni de inteligencia ni
de sabiduría. Todos los grandes inventos de la humanidad han debido de ser
accidentes. Seguramente pretendían otra cosa distinta. La rueda quisieron
hacerla cuadrada y les salió redonda. Yo tampoco me conozco ni sé hacia donde
me dirijo. A veces siento el impulso de salir corriendo y no parar hasta que el
corazón me reviente. Si el empleado de la gasolinera piensa que soy un putero
entonces me conoce mejor que yo. Me deprime tanto ver cómo las tardes se van
oscureciendo sin que se haya producido nada vivificante y hermoso, y cómo los
días se suceden como se deben suceder los días de los muertos, que no
distinguen ya la luz de la oscuridad, o mejor dicho, para los que ya todo es
oscuridad, que me siento como un ciego tanteando por las paredes sin encontrar
jamás el camino de regreso. Por lo menos los muertos pasan ya de todo. Y no hay
cerca una cálida mano que me guíe porque en estos tiempos ya no existen dioses
que protejan a los mortales. Los dioses se cansaron de nosotros, somos una
especie condenada.
En
cuanto a las palabras, llegan a ser tan estériles que carecen de sentido. Ojalá
las palabras fueran consistentes como piedras, vivas como árboles. Pero en fin,
continuemos escribiendo, ¿qué otra cosa puede hacer un caracol sino arrastrarse?
HA muerto Benito el ermitaño,
¿quién
les echará ahora de comer a las gallinas,
quién
cuidará del huerto,
qué
otra mano lamerá su viejo y sarnoso perro?
Dicen
que como Ulises perdió la patria y el amor,
que
los hijos anduvieron buscándolo
por
esos mares durante algún tiempo.
Al
final, sus días se sucedían como las noches de los muertos.
Sin
mujer que calentara su cama,
sin
amigo que lo echara de menos.
Sólo
bajaba al pueblo a comprar el pan y el aguardiente.
Después,
encorvado y con pasos cansinos,
desandaba
ese sendero entre eriales
que
divide el dolor y la muerte.
LA paloma agonizaba a los pies de una
gárgola.
Ya
nunca más podría volar.
Se
le cerraron los ojos y cayó al suelo
como
un corazón roto o como un trapo viejo
que
se descuelga desde una ventana.
Un
gato gordo como un obispo
husmeó
en el cadáver con curiosidad,
pero
quién va a querer ya esa carne carcomida y ajada
como
un ataúd exhumado.
De
madrugada los barrenderos se la llevaron
envuelta
en un sudario de hojas secas.
Voló
tantas veces por el cielo
sin
saber que su destino era la tierra…
En
el reloj de la plaza las tres acababan de dar,
y
un borracho abotargado con mal de amores,
salió
cojeando de un bar.
LUZ DE MEDUSA
Pero
hombre ridículo, ¿crees que puedes esconderte siempre
en
un rincón de la barra con tu copa en la mano?
La
verdad al final acaba por encontrarte con sus témpanos de soledad.
¿Cuántos
bares tienes que recorrer aún para olvidarla?
¿cuántos
cigarrillos amargos, cuánta adormidera de lorazepam?
¿cuántas
monedas has de echar en la tragaperras
como
si fuera un pozo sin fondo de deseos
frustrados?
¿Todavía
sigues deslumbrado por esa luz de medusa?
¿es
que ella lo era todo, es que tú no eres nada?
Renegó
de ti tantas veces como gallos cantan en la madrugada.
Sal
de una puta vez del doloroso útero del pasado
y
arrastra sin avergonzarte esa pata seca por las calles empinadas.
No
reniegues tú también de ti mismo.
La
vida es un río con remolinos de locura que si te atrapan
te
arrastran, te enfangan, te ahogan, te hunden y te tragan.
Y todavía algunas veces, cuando la
miro,
me
pregunto quién será esta muchacha que comparte mi cama.
Sólo
sé que en apariencia es hermosa,
y
que en sus ojos conviven el ángel y la serpiente.
Recorrí
tantos mares hasta encontrarla…
Y
sin embargo de repente se me escapa
por
oscuros laberintos matemáticos,
como
una vestal huyendo de su sanguinario minotauro.
Entro
en su cuerpo y siento tal entrega
que
con la brisa de su amor se abren todas las ventanas.
Pero
cuando intento asomarme a su mente enrocada,
me
precipito por un pozo sin fondo donde el aire me falta.
Se
guarda celosamente dentro de sí misma bajo siete candados,
relucientes
como sonrisas,
cuyas
llaves sospecho que arrojó a alguna laguna de su infancia.
Llamo
a su corazón y casi nunca está en casa.
Y
otras veces, al abrir mi puerta, me lo encuentro sobre el felpudo,
latiendo
desnudo, como un perro fiel.
Tal
vez sencillamente quiere lo que cualquiera:
amor,
paz, momentos y muchas risas,
aunque
en su mundo todo sigue un férreo orden pitagórico,
y
cuando, por esas cosas que tiene la
vida,
el
dos adelanta al uno,
se
siente desorientada como un ciego al que le han robado su bastón.
Todavía
algunas veces la miro y me pregunto
si
el cero venía antes del uno, o quizás voy después del dos.
LA MALETA
La
buhonera entró con su vieja maleta de cartón en la tienda del anticuario.
Parecía un payaso dirigiéndose a la pista del circo con su holgada gabardina
que le llegaba hasta los pies, su dibujada sonrisa de oreja a oreja y sus
mejillas coloradas por el frío. Puso la maleta sobre un taburete y desabrochó
las correas de cuero. Como por arte de magia apareció de repente un mundo
perdido que olía a papeles viejos y a orina de ratones. Toda la historia del
siglo veinte se condensaba en el interior de aquella raída maleta. Estampas de
santos oscurecidas por el tiempo, antiguos libros comidos por las polillas,
postales de viajes, carteles de artistas de cine y olvidados grupos musicales, cartas
de amor y de añoranza, declaraciones de herederos, sentencias judiciales, billetes
fuera de circulación, sellos de coleccionista, notas de suicidas, cuentos de
hadas y de guerreros…
El
anticuario revolvió como un taxidermista en el interior de aquellas tripas
momificadas y cogió al azar una postal en relieve barrocamente ornamentada.
Aparecía un pajarillo saliendo de un reloj de cuco, entre flores aterciopeladas
que con el transcurso de los años habían perdido la purpurina y la viveza de
sus colores. Por detrás, con letra inclinada de plumilla color sepia, alguien había escrito una especie
de poema.
“Cantas
como los ruiseñores y eres la más bella entre las flores y por tu hermosura de
emperatriz se vuelven locos los emperadores, y este poeta que te quiere, Conchita,
que se llama Pepito Merino y que es el más grande de tus admiradores”.
-
Era un tiobisabuelo mío
que pretendía a todas las muchachas de Murcia,- aclaró la buhonera al
anticuario que miraba la postal con ojillos sardónicos- al final ninguna lo
quiso y se quedó más solo que la una, debía de ser un poco cargante el hombre,
por lo visto se pasaba el día escribiendo poesías y hasta compuso un himno a la
Virgen pa las fiestas patronales, al final, cuando se vio impedido y solo, le
dio un ictus siendo muy joven todavía y se tiró por una ventana del geriátrico
donde lo habían internado los parientes para quedarse con su dinero-
Había
una foto de estudio en blanco y negro del célebre donjuan platónico, un poco de
perfil, con su bigotito recortado como un seto, las mejillas orondas como las
de un rollizo monaguillo cantor y una expresión blanda de amanuense en sus delicados
rasgos. Al pie de la foto ponía: “Carmencita, si no te casas conmigo me casaré
con la luna y las estrellas, con la mar y las amapolas. Y si tampoco ellas me quieren,
me tiraré por una ventana de mi corazón. De Pepito para su amada Carmencita,
Murcia 1924”.
El
anticuario siguió revolviendo en el interior de la maleta con curiosidad.
-
Es una pena que te
tengas que desprender de todo esto, ¿no?, más que na por el valor sentimental
que debe de tener para ti- Argumentó con su vozarrón de gitano.
-
Ya lo sé, Mariano, hijo,
pero a ver qué quieres que le haga, si no fuera porque lo necesito para comer
se lo dejaría a mis hijos igual que mi padre me lo dejó a mí y su padre se lo
dejó a él, pero hace poco que enviudé y hay días que no tengo ni pa comprar el
pan, encima mi hermano ha fallecido recientemente, vivía solo desde que lo dejó
la mujer y estaba muy gordo el pobre, ya le habían dao antes dos infartos y
estuvo a punto de palmarlas, todos creíamos que se moría pero el cabrón salió
adelante de milagro, que se muere, que se muere, que se muere, ¡que no que no
que no se muere!, cuando empezó otra vez a andar con su bastón, se salió de la
residencia y se fue a vivir solo al campo, yo le decía siempre a mi sobrina, uhhh, tú,
Olalla, cuando vayas a ver a tu padre si ves que no te abre me lo dices, pero
no entres sola, ni se te ocurra, y ya ves, así lo hizo la criatura, que llama
al timbre y no le abre, y venga a llamar al timbre y venga a llamar al timbre,
así que vino enseguida a avisarme y yo me dije uy, Mari, ya está, dios mío, lo
que tenía que pasar tarde o temprano por fin ha pasao, fui para allá, abrí la
puerta y me lo encontré tirao en el sofá ya medio descompuesto, dicen que pudo
ser otro infarto pero yo creo que fue la pena y la soledad-
Había
fotos de los años veinte a las que se les había aplicado por encima una capa de
burdos colores primarios con alguna técnica ignota en nuestros días. Estampas
eróticas junto a estampas de santos de calva brillante y vírgenes en trance o
en el martirio. En una aparecía un viejo sultán enseñando a bailar el tango a
una morenita desnuda con la piel suave y blanca como el alabastro. En otra
aparecía la Santísima Trinidad. A la derecha el padre, en el centro la paloma revoloteando
inquieta como un niño travieso y a la izquierda el hijo. El hijo tenía los
rasgos del padre, pero era joven y con el pelo largo, parecía un guitarrista de
heavy metal, el padre por el contrario era viejo y con el pelo y la barba
canosa. Se conoce que ni Dios se libra de la vejez.
Había
cartas que alguien había enviado desde el frente a la mujer y a los hijos. Y la
de un preso condenado a muerte que le escribía a su madre. Una foto oscurecida
por la pátina del tiempo, en la que aparecía una especie de enano gigante con
gorro de dormir, y al pie escrito con letra de imprentilla: “ Salustiano Otero
Papatrigo. Científico-Transportista. Calle Santa María 19. Madrid (SPAIN)”.Estampas
de Santiago matamoros, a caballo, con la ensangrentada espada en alto y con un gesto
de ira divina, haciendo rodar cabezas con turbante a diestro y siniestro. Una
de las cabezas tenía la lengua fuera y los ojos bizcos, reflejaba un gran
realismo, y es que eso de que le corten la cabeza a uno, aunque seas moro, no
debe ser cosa baladí.
Dando
un salto en la historia, apareció una postal dedicada a la buhonera por los
mismísimos Fórmula V. Ponía “Para Mari Carmen Alcaraz, con cariño y simpatía de
Formula V”
-
Es que el bajista,
Fran, que en realidad se llamaba Nicasio Indalecio, fue vecino mío en Móstoles
hace ya algunos años-.
En la pose y en el peinado pretendían
parecerse a los Beatles, como cualquier grupo musical de aquella época que se
preciara: los Brincos, los Saltos, los Botes y hasta los Tres Sudamericanos.
Había
cromos de actores afeminados y actrices con abultadas pelucas rubio platino. Una
foto de Roger Moore en la serie El Santo, con su arito luminoso sobre la cabeza.
Otra del pequeño de Bonanza, con su pañuelo al cuello un poco ladeado, su
revolver con la empuñadura de nácar y su caballo parcheado. Fotos de toreros y
de futbolistas. Recortables de muñecas, anuncios de crecepelos y complementos
alimenticios para combatir la mortandad infantil. Un niño muerto y a
continuación resucitado con una cucharadita de Ceregumil. Cuentos de hadas y célebres
novelillas femeninas como “Recuerdos de un anciano”, “Hija del amor”, “La
triple vida”, “Amor en una sola noche”, “Una aventura temeraria”, que estaban
dirigidas a mujeres como tú, mujeres lindas y románticas, mujeres de su casa,
en definitiva mujeres contemporáneas.
Ajados
panfletos de teatro de Jacinto Benavente, de Muñoz Seca, Arniches, Galdós, y
hasta un ejemplar de Macbeth ya casi ilegible y desencuadernado como trozos de
bulas dentro de un nicho.
Acordaron
un precio y la buhonera se marchó con su fajillo de billetes, dejando allí su
maleta como quien deja a un hijo en una inclusa.
El
anticuario, tras contemplarla ensimismado un rato, la cerró. Y sonó como un
ataúd, como un ataúd con los restos de historias olvidados, de sueños infructuosos,
de vidas marchitadas como flores secas entre las hojas de un viejo libro que
nadie lee desde hace mucho tiempo.
Tras
la ventana el sol se estaba poniendo, iluminando lúgubremente los edificios,
como los cirios de una procesión. El anticuario cogió la maleta y la depositó
en un rincón sobre una pila de libros polvorientos, junto a un tiovivo de
hojalata que tenía saltada la cuerda y que algún día habría que reparar.
EL AVENTURERO
¡Pero
hombre tú por aquí!
A
estas alturas de la vida
ya
creía que te habrías comido el mundo.
¿En
qué se convirtieron aquellos sueños de juventud?
¿Se
fueron perdiendo por el camino
como
el pelo de tu calavera?
Juraría
que el mundo nos ha comido a nosotros.
Ya
no brillan días de vino y rosas
en
este cielo de diciembre,
ni
quedan ninfas que nos acojan
en
las orillas de los ríos.
Y
después de tantas pérdidas
¿qué
hemos ganado a cambio?
Me
pregunto mientras reímos con los recuerdos
y,
proyectando sombras cansadas,
encendemos
un cigarrillo.
PUÑAL DE MATBECH
Mirando
a uno y a otro lado, atravesó el parking amparándose en las sombras de la
noche. Allí estaba el coche, un audi de
color rojo, flamante, brillando bajo la humedad de la niebla. El coche de
alguien que parecía no conocer los problemas de la vida. Las ruedas nuevas, el
parabrisas limpio, el interior impoluto como un tanatorio. En la bandeja
trasera había un peluche que reconoció enseguida. Era de ella. Se lo había
regalado él en la feria de Alcalá, lo consiguió en el puesto de tiro con seis
perdigones, acertó los seis, a pesar de estar trucada la escopetilla, en
aquella época, que ahora le parecía tan remota, todavía estaba muy enamorado.
Sintió odio, un odio que le cegaba los ojos llenándoselos de lágrimas, légrimas
negras que le quemaban las pupilas como rayos láser. Pero tenía que estar frío
para hacer lo que tenía que hacer. Había premeditado tanto aquel momento…Miró
la hora en el móvil, las ocho menos cinco, ya debía de estar a punto de
aparecer. Se escondió detrás de una pared del polideportivo, inmunda de grafitis
obscenos. Se vio reflejado fugazmente en un retrovisor. Bajo de estatura, con
un ojo vago, por lo que llevaba gafas de aumento desde niño, que habían acabado
por formarle una protuberancia entre la nariz y la frente. Con sus pelos de
punta siempre despeinados, sus ojos desorbitados tras las lupas y su nariz
aguileña, parecía un alimoche. Era feo. Se sentía feo por dentro y por fuera. Y
desde que ella lo abandonó siempre estaba triste, con una tristeza inquieta y
desesperada, con una tristeza desgarradora como una operación sin anestesia.
¿Se podía vivir así mucho tiempo? Pues claro que sí, hombre, hasta que se
muriera uno, mira el Conde de Montecristo, o esos presos que esperan su hora
durante interminables años en el corredor de la muerte. El dolor es como un
parásito que se mete debajo de la piel. El dolor y la violencia muchas veces
van íntimamente unidos.
Hacía
ya casi un año que ella lo había dejado. Jamás pensó que algo así pudiera
ocurrirle. Era suya, no podía ensuciarse de más mundo que del suyo. Pensaba
como él, reía como él, sentía como él la había enseñado a sentir. Pero cada vez
la trataba peor, aunque enseguida se arrepentía, sufría viendo llorar aquellos
ojos tan puros. Olía tan bien, como la hierba después de llover, era tan guapa
y él tan feo que a su lado se sentía inseguro y angustiado. Su razón no
alcanzaba a entender que una chica tan especial pudiera amarlo, a veces creía
que se reía de él. No entendía nada. Tal vez por eso la maltrataba
psicológicamente y llegó a pegarle en varias ocasiones, siempre por celos y por
complejo de inferioridad. Hasta que un día estalló la tragedia, como un cartucho
de dinamita del que ya ha ardido toda la
mecha.
-¿Por
qué no hablas?- Le había preguntado ella con su dulce voz, viéndolo taciturno al
atravesar el parque, pisando las hojas muertas, de regreso al autobús.
-¿Por
qué miraste a ese?- Preguntó él después de un largo y angustioso silencio. Así
empezó todo. La violencia lo arrastró como un destructivo huracán. Luego,
sudando estertoreamente, sintió pena y
tuvo ganas de abrazarla, pero ya era demasiado tarde.
Ella,
ya en el autobús, se agazapó en el último asiento. Sola, triste y herida como
un pájaro tiroteado y abatido. La sangre le manaba por la nariz y por la boca.
Se subió el cuello del abrigo y se echó el pelo sobre la cara para que nadie la
viera llorar. Miró por la ventanilla, las farolas se sucedían como los cirios
de un entierro. Su destino de mujer rota, sucia, humillada, desesperanzada. Lo
seguía queriendo y eso era lo que más le dolía, más que los puñetazos en la
cabeza, que el corte en el labio, que los ojos hinchados, que las patadas de
odio mientras estaba tirada en el suelo como un perro al que apalea su dueño
sin motivo aparente. Le había dado tantas oportunidades…Nunca quiso denunciarlo,
ni siquiera aquella última vez. Ya nadie podía saber a ciencia cierta lo que
pasaba en su interior, ni siquiera ella misma.
-
Es bueno, es bueno, es
bueno- Repetía espasmódicamente a su madre, moviendo el torso sentada en una
silla, con los ojos muy abiertos como si se hubiera vuelto loca.
Una
señora muy gorda cargada de bolsas del Carrefur, se acercó a ella al ir a
bajarse en una parada.
-
Pero ¡qué te ha pasado
hermosa!-
Trató
de ocultarse más arrinconada en su asiento, sintiéndose inundada por el hedor
de la sangre mezclada con ese rancio sudor pobre e interracial de los trabajos
y los días que desprendía el escay.
-
Nada, mi novio y yo
hemos tenido un accidente con la moto-
Aquello
fue demasiado. Cuando se enteró su padre tuvieron que sujetarlo entre tres
guardias civiles.
-
¡Dejadme que mate a ese
cabrón!-
A
fuerza de psicólogos y un constante apoyo familiar, al final pudo dejarlo.
Obtuvo una orden de alejamiento y meses después rehizo su vida con un buen
chico que era futbolista del equipo local. Nada que ver con el otro. Este era
sereno y seguro, alegre, vital, inteligente. Y guapo por añadidura, se parecía
a Junior, el cantante de los años sesenta, en sus mejores tiempos. En su
infancia no había sido amamantado con leche contaminada, con leche de arrabal, con
leche de víbora. Esa leche que producía un frío interior que no podía apaciguar
ningún abrazo de mujer.
Su
verdugo siguió acosándola durante algún tiempo, hasta que unos amigos del nuevo
novio lo acorralaron en una pista de skate y le dieron una paliza que lo
condujo al hospital. Aprendió como había aprendido siempre, a hostia limpia. A
partir de entonces la dejó en paz. Aunque no podía vivir sin ella. Creía que
con el tiempo lo superaría igual que había superado las contusiones y se habían
soldado los huesos rotos. Pero el corazón es otra cosa, el corazón es de
cristal y cuando se parte se claven los pedazos en el pecho noche y día. Es
mejor vivir sin corazón.
En
fin, ahí llega, míralo, el niño guapo, parece una avutarda con esos andares con
la cabeza levantada y el culo para fuera, como si estuviera paseando
sintiéndose el dueño del mundo.
Ahora
o nunca, se dijo. Y un odio frío como el acero le hizo sacar con pulso firme el
martillo del interior de su raída cazadora.
El
futbolista no pudo esquivar el golpe. Apartó un poco la cara pero el primer
martillazo le partió los huesos de la mejilla y le reventó un ojo. Se desplomó
sobre el suelo de cemento como un muñeco de trapo y el criminal siguió
descargando sus golpes hasta que borró cualquier rasgo humano de aquel rostro
que antes parecía brillar de autosatisfacción como una bola de navidad. Cuando
lo creyó muerto lo arrojó a patadas a una cuneta.
En
su huida, al pasar junto al coche, escribió con sangre en el parabrisas el
nombre de su antigua novia, de esa chica a la que en el fondo nunca quiso tanto
como a su enmierdado e impotente yo.
CAMINÓ hacia la mesa con sus glúteos
tremolando
como
victoriosas banderas de juventud.
Después
regresó a la cama, con un halo de luz
coronando
su sombreado pubis.
Estaba
en todas partes,
como
una demente sucesión de fotogramas de lujuria.
Si
me daba la vuelta en la cama,
allí
estaba ella con esos ojos tan grandes
mirándome
como un gato a un insecto insignificante.
Si
me dormía, allí estaba ella asomándose
por
la puerta entreabierta de mis pesadillas.
Si
despertaba, allí estaba ella peinándose desnuda
y
cantando ante el espejo.
Muchas
veces intenté ahogarla en la bañera,
arrojarla
del coche en marcha,
encerrarla
bajo llave entre las páginas de un libro.
Pero
no había manera.
Era
más fácil arrancarme de cuajo la vida
que
penar arrastrando su omnipresente ausencia.
LA CUEVA DEL CÍCLOPE
Mira a tu alrededor, me dijo el sepulturero, ¡quedan
tantas cosas vivas!
NOCHE I
Y
cuando todo, hasta la carne,
parecía
morirse y apagarse de tristeza,
de
repente una llama viva recorría tu cuerpo excitante
desde
tus pies hasta la blanca y profunda belleza de tu cara,
encendiendo
tus besos de mariposa lasciva,
tus
trémulos abandonos,
tus
jóvenes pechos que reventaban de savia,
tus
dulces y obscenas posturas,
tus
manos que revoloteaban como palomas asustadas.
Y
entonces yo, rabioso de lujuria,
moría
de terror y deseo viéndote arder de luz,
y
me parecías tan cerca y tan lejos como tu ropa sobre la silla.
Añoro
tu forma de peinarte
bajo
aquel cuadro de las flores moradas,
tu
cintura ondulando suavemente,
tus
pendientes que tintineaban,
el
rumor de las medias por tus muslos
mientras
el escenario de la habitación
volvía
a quedar en penumbra,
y
la vida crecía desde las raíces de tus ojos,
como
una apasionada enredadera
alrededor
de mi tumba.
NOCHE II
Como
un perro hambriento devoraba tu carne tierna y sometida,
buscando
el calor de tu sexo
bajo
aquel frío firmamento pintado en la pared.
A
ciegas reconocía cada fértil parcela de tu piel.
Sabía
dónde había crecido una rosa,
en
que lugar exacto había una huella en la nieve,
desde
qué oquedad levantaba el vuelo un pájaro,
en
qué rama estallaba una risa,
de
qué piedra manaba una lágrima.
No
necesitaba ya más mundo
que
las cintas negras de tus ligueros sobre tus blancas nalgas,
que
la luz de tus ojos en mis laberintos,
que
ese rictus en tu boca de virgen inmolada,
que
tus pródigos pechos amamantando mis sátiros instintos,
que
tu cabello cayendo libidinosamente por tu espalda,
que
mi insaciable lujuria profanando tu pudor.
Y
esas pequeñas caricias que, al fundirme en ti,
de
tus manos se escapaban avergonzadas de amor.
NOCHE III
Dos
cuerpos revueltos, confundidos, enredados,
la
carne ardiendo contra la carne,
tu
sexo abriéndose con un rubor de yaga latente,
y
tus muslos rodando entre las sábanas
con
un resplandor rosáceo de amanecer que besa las ventanas.
Yo
te miraba absorto, sin saber si era de día o de noche,
si
me esperaba el suelo firme o el abismo
tras
las paredes de aquella habitación.
Sentía
algo tan perverso y puro
al
hoyar la cálida nieve de tu excitada desnudez.
Echabas
el pelo hacia atrás y te entregabas
como
una carta de amor que cae al fuego,
te
abrías de dentro a fuera como una flor
que
se confía al dudoso sol de invierno.
Entonces
te besaba cuello abajo y te desvanecías de gozo,
mientras
mis dedos lujuriosos giraban
jugando
con las pálidas lunas de tus pezones,
y
una onírica luz de aurora
ondeaba
por tu encendida piel de adolescente.
Parecía
que ni la espada del tiempo
podría
partir jamás aquellos largos abrazos.
Y
es que fueron tantos besos, tantos lamidos,
tantas
absoluciones para tan inconfesables pecados.
NOCHE IV
Había
momentos en los que te veía languidecer
como
una flor sin agua. Te sentías mancillada,
perdida
y sola sobre aquella cama extraña,
en
aquella lúgubre habitación que no olía a tus cosas.
Hundías
tu dulce cara sobre la almohada
buscando
entre las sábanas revueltas los primeros susurros del amor,
mientras
sentías arañas corriendo por tu espalda,
tejiendo
sus telas en tus ingles,
fabricando
sus nidos en el calor de tu útero.
Te
preguntabas qué hacías allí, te palpabas y te sentías sucia
como
un trapo en un fregadero.
Te
preguntabas qué te producía ese agudo dolor en el costado,
y
si el amor eran esas densas concupiscencias
de
intenso olor sobre las que nos revolcábamos.
Yo,
ajeno a todo lo que no fuera el rotundo universo de tu belleza,
me
aferraba a tus voluptuosas nalgas
como
si alcanzara la luna con las manos.
A
veces te entraban ganas de llorar,
pero
era como una sombra, como un tenue velo de terror
que
se cruzaba fugazmente ante tus ojos.
Entonces
de repente te ponías a reír con tu bello rostro
y
los árboles se llenaban otra vez de frutas y pájaros.
Sacudías
el pelo, salvaje, hermosa y liberada
como
una vestal en lo alto de un acantilado,
tu
aniñada y doliente expresión en el espejo,
y
aquella colcha roja resbalando por tu piel de nácar.
Te
abrías y te agitabas con instintiva cadencia de hembra clara,
con
pureza de animal en tu entrega,
y
yo, frenético, sacrílego, desgranaba en mi boca la granada de tu sexo,
y
me vertía en tu intimidad buscando el mar de tus entrañas.
Finalmente
nos envolvía de nuevo nuestra penumbra,
y
abrazados, mezclados mi sudor y tu pigmento,
nos
sepultábamos bajo las mantas.
NOCHE V
¿Hasta
dónde estabas dispuesta a llegar?
Me
habías dejado derribar tus puertas a patadas,
aplastar
tus rosales con mis cuadrigas,
robar
los frutos de tu huerta.
Te
reclinabas sometida a mis ansias obscenas,
mis
mordiscos hambrientos y mis viciosas blasfemias,
mirando
a tu alrededor sin reconocer las paredes
de
aquella caverna, que rezumaban maleficios.
Tú
eras una chica normal que paseando un día por el parque
cayó
prisionera en el cepo del amor.
Ahora,
sin embargo, te contemplabas en el espejo
con
tu lencería de burdel, y acariciabas esas manchas rojas
que
ensuciaban el manto blanco de tus recuerdos.
Con
el pelo sobre la cara se te nublaban los ojos
y
tus labios se dilataban con la salada miel del deseo.
De
repente eras tú quien se mordía los labios
y
en el fondo de la caja de Pandora
buscaba
arrobadores secretos.
Después
te escondías de nuevo en las sombras,
avergonzada
del rubor de tus mejillas,
de
esa sensación que te llegaba hasta el fondo
cuando
te agarrabas al cabecero de la cama
y
el cálido néctar de los impuros instintos fluía por tus muslos,
mientras
las mantas y los pétalos de tu inocencia
se
arrastraban por el suelo.
¿Qué
más te quedaba por sacrificar?
Te
preguntabas subiéndote las medias suavemente.
Y
con dos delicados pellizcos,
te
abrochabas los ligueros.
NOCHE VI
Con
eróticas cinceladas el deseo modelaba tu cuerpo de alabastro,
iluminándolo
por fuera, calentándolo por dentro,
levitabas
sobre la materia oscura
y
volabas hacia el orgasmo con tus cabellos al viento.
Eras
la misma muchacha de torneados muslos y grandes pechos,
pero
aquella noche sentía que amabas con otro pálpito.
De
costado sobre la cama parecías una escultura
que
había cobrado vida y pasión con más lamidos que besos,
y
el tiempo se detenía en cada delicado gesto de placer.
Tu
mano como un pequeño animal retozando entre la hierba mojada,
obedeciendo
sólo a ese sensual jadeo que lo reclamaba
desde
el fondo de la concupiscencia.
Trotabas
salvaje y desbocada por los prados de tu juventud,
mientras
yo atenazaba tu estrecha cintura
e
iba embridando con caricias y restallidos tu ardiente jocosidad.
Y
tras otra oculta noche de transgresiones vergonzantes
que
te hacían aún más hermosa, con ese estertor de hembra encelada
en
que se había convertido tu primera inocencia,
el
amor nos indultaba una vez más.
Asilado
en ese hogar que humea entre tus piernas,
siempre
me resultó muy fácil amar.
NOCHE VII
Tu
cuerpo brotaba como un árbol frutal
sobre
el desierto de mi cama.
Allí
estabas, repleta de frutas y sombra,
de
frondosas ramas que el viento zarandeaba y hacía susurrar.
Habías
nacido en los dominios de mi soledad,
como
un helecho que crece en la pared de un acantilado.
Fueron
tantas noches rodando por oscuras perversiones,
traspasando
cercas prohibidas,
tan
largas y profundas libaciones,
que
tus raíces se enroscaban a los muebles
dibujando
tu excitante figura al trepar por las paredes.
Cada
noche te hacían más hermosa nuevos y temerarios placeres,
y
mirándote a los ojos, recorriendo a ciegas
esos
caminos arbolados de tu piel,
sentía
un jadeante aleteo de trasmigración de los cuerpos.
Hacía
ya mucho tiempo que aquella habitación
se
había quedado sin puertas ni ventanas por donde regresar al mundo.
Sólo
en tu cuerpo me orientaba.
El
sexo era un dios que ardía en tus pupilas,
cuando,
con uñas y dientes, cavaba desesperado en tu carne deliciosa,
buscando
más y más resurrecciones.
NOCHE VIII
Tu
cuerpo desnudo resplandecía en la oscuridad.
Brillaban
los abalorios de tu corsé
y
esas perlas que lloraban por tus ingles.
Si
salías de la habitación, todo, hasta el alma,
volvía
a quedar a oscuras.
Mis
manos se cernían como sombras obscenas
sobre
los montes claros y elevados de tu juventud.
Cuando
acariciaba tus espigas
mis
dedos sombríos se me llenaban de luz.
El
placer te atrapaba una y otra vez
con
sus envolventes lenguas de fuego,
y
te faltaba el aire, y el corazón abandonaba tu pecho a bocanadas,
y
se derramaba en tus labios, en tu voz que gemía,
en
tus ojos que languidecían, en el rubor doliente de tu rostro.
Y
reías sin saber porqué como ríen los pájaros
cuando
descubren el sol de la mañana.
Y
tu pelo saltaba sobre tu espalda
en
bellas y caóticas cataratas de deseo.
Yo
me contenía como una negra nube de tormenta
que
roza las cumbres de las montañas,
hasta
que te veía caer deshecha pétalo a pétalo sobre las sábanas,
y
entonces mis rayos atravesaban tu cuerpo excitado,
y
las viejas leyes de la moral
se
rendían ante el nuevo génesis de tus orgasmos.
NOCHE IX
¿Cuántas
noches, cuántos años, cuántas eternidades
llevábamos
viviendo en la santa clausura del sexo?
Nuestras
vocaciones eran de mártires, y si alguna vez,
no
lo creo, la tentación de una vida mesurada
cruzó
como una malvada sombra ante nuestros ojos,
enseguida
la espantábamos con excesos,
con
nuestras lujuriosas inclinaciones,
con
nuestros inmundos deseos.
Me
gustaba cómo se soltaban tus
ligueros
cuando
cabalgabas sobre mi vigor viril,
cómo
restallaba tu carne dulcemente,
cómo
te ibas desnudando insinuante mientras bailabas como una odalisca,
cómo
cambiabas de postura con esa agilidad de gacela asustada.
No
necesitaba ningún otro dios
para
llegar al paraíso de tu belleza,
para
vivir feliz con tus pecados en mi infierno.
Te
excitaba tanto sentirte observada por mis miradas de viejo sátiro,
que
te cimbreabas como las espigas
cuando
la brisa sensual del verano les echa el aliento.
Aquellas
lentas y húmedas caricias,
aquel
cálido tacto, aquellas amargas contracciones,
aquellos
infinitos besos.
Florecían
rosas en el cabecero de la cama
cuando
te agarrabas como un náufrago
para
no morir de arrobamientos.
NOCHE X
Así,
en aquella postura de hembra erizada
me
volvías loco de lujuria.
Después
me gustaba acunarte entre mis brazos,
recuerdo
que no te habías quitado tus calcetines blancos,
y
lamer con avaricia tus rosados amaneceres.
Borracho
fetichista, bebía a tragos desesperados
tu
carne envuelta en provocadora lencería,
hasta
que te derramabas sobre mi pecho
como
la nieve que fluye desde las cumbres,
tu
voz deshecha en una fuente lenta que susurraba a mi oído.
Y
reías, besabas, gozabas, cerrando los ojos
para
ver en el interior del placer.
Qué
lejos quedaba ahora la tristeza de la carne
que
no conoce la carne,
de
la carne que es piedra muriéndose en un desierto.
Bajo
aquella tenue luz azulada poco antes del amanecer,
sudaban
y temblaban de pasión nuestros cuerpos.
NOCHE XI
Tu
blanca belleza parecía pintada desnuda sobre el negro lienzo de la noche.
La
luz que salía de tu carne ardiente iluminaba los rincones
más
recónditos de aquella habitación.
Un
cuadro carnal y vivo sin anatemas tenebristas,
donde
cada parte de ti era un todo,
y
cada erótica postura de tu resplandeciente cuerpo
rebosaba
dulzura y vida.
Nada
le sobraba a tu sensualidad renacentista,
ni
la contundencia de tus caderas,
ni
tus cabellos acariciando tu cintura ,
ni
esos pliegues de las sábanas húmedas de sudorosas vehemencias.
Te
derrumbabas rendida y entregada como una flor
que
ha sido libada hasta el fondo de su ser.
Te
dejabas amar con lentitud felina,
con
contenido frenesí interior.
Reías,
gemías, copulabas, ondulabas, morías,
sacudías
el pelo que te cegaba, te desgarrabas,
mezclada
tu voz y tu mirada, mi sexo y tu corazón,
tu
juventud y mi lascivia.
Y
se sucedían las estampas de lujuria,
mientras
los fúnebres fantasmas del pasado
te
contemplaban con pecaminoso deseo,
reprobándote
desde la oscuridad.
NOCHE XII
Te
excitaba sentirte observada mientras bailabas
por
la habitación con movimientos íntimos e insinuantes,
encendida
por el roce de las gasas que acariciaban
tu
piel de pétalo sensible y terso.
Caminaste
heroica hacia la ventana para mostrar a
la luna
tu
trémula desnudez turgente de floreadas voluptuosidades.
Regresaste
a mí con tus duros y prominentes senos convertidos en fuentes,
para
que yo bebiera hasta la saciedad los profusos chorros de tu delirio.
A
veces tu belleza ardía como la arena caliente de una playa,
y
te dejabas bañar por la lenta espuma excitada,
hoyar
por anónimas pisadas lascivas.
Yo
me ahogaba en tus profundos océanos
con
sólo oler el aire de tus mareas saladas.
Eras
un ángel obsceno que proyectaba irresistibles tentaciones
cuando
abría, mirando al cielo, sus blancas alas.
NOCHE XIII
¡Cuánto
placer bebí en ese odre de vino dulce que era para mí tu cuerpo!
Todo
en ti era abundancia: tu feminidad, tu entrega, tu enervado pudor,
tu
enajenada vehemencia, tus voluptuosidades rosadas.
Ninguna
música podía igualarse al restallido de tus redondas nalgas,
de
tus grandes pechos agitándose,
de
esos tímidos desmayos que se escapaban de tu alma.
Tenías
las manos y los pies pequeños,
y
cabían como poyuelos en un lamido,
todo
lo demás era en ti savia en exceso.
Ponía
mi oído en tu sexo para escuchar las caracolas de la pasión,
mientras
tú me abrazabas como si tus brazos fueran sauces.
A
veces esperabas que llovieran pétalos sobre tu piel,
otras
veces, ruborizada, preferías que te llevaran garras por el cielo.
Por
el día que las brisas te mecieran,
por
las noches que huracanes te arrastraran a mi infierno.
NOCHE XIV
Aquella
habitación era nuestro burdel.
Una
tenue luz rojiza nos envolvía y amparaba,
velando
por nuestros pecados, silenciando nuestros excesos,
cobijando
nuestra transgresora pornografía.
Tu
minúscula lencería se perdía entre las cumbres de tu carne,
entre
los valles frondosos, por tus húmedas orillas.
Tu
vientre latía cuando yo bebía de tus fuentes vivificantes,
tras
atravesar sediento el desierto de una vida sin tu cuerpo.
Te
devoraba con sed de náufrago
mientras
tú te convertías en llama que fluía, mojaba, quemaba,
abrasaba,
subía hasta la cópula, bajaba hasta los posos del instinto.
Eras
fuego que derretía todos los hielos
que
traía amenazante la mañana.
En
la oscuridad de las inmundas pasiones,
era
donde más resplandecía tu cuerpo de lirio.
NOCHE XV
Rezumaba
tanta ternura la viva herida de tu sexo,
que
del limo de sus orillas crecían flores y mariposas blancas.
Te
excitaban hasta provocarte desmayos esos besos pequeños
que
erizaban tu piel y te hacían cosquillas en el alma.
Tu
hermosura de mujer se coronaba con un frescor de niña
que
todavía era casi un brote sin abrir en la inmensidad del sexo.
Quién
diría que ya había sido cortada hasta la última rosa de tu jardín,
que
se te había escapado el alma por los ojos,
que
habían vuelto del revés tus más sagradas convicciones.
Ahora
conocías el poder de tus seducciones de sirena,
anteponías
la curiosidad al pudor,
y
te ibas desnudando bajo el tenue neón con indecentes caricias
que
besaban tu encendida piel de princesa cautiva.
Debajo
de aquel tul transparente se adivinaba tu fértil flor,
y
tras las llamas de tu lenta sensualidad
sentía
latir tu corazón grande y rosado.
Por
las suaves ondulaciones de tu cuerpo
cada
instante se convertía en un milagro.
NOCHE XVI
El
dulce oleaje de tus mareas me llevaba hasta las profundidades del placer.
Descubría
corales, medusas que cambiaban de color,
peces
alados que desgarraban tu piel salada para volar
hacia
las altas cumbres del gozo.
Te
vendaba los ojos y tú te estremecías
esperando
el ardiente goteo de la cera,
o
el afilado témpano de la hoja sobre tu piel palpitante.
Reías
sintiendo ganas de llorar,
y
me pedías a gritos un amor violento y grande
que
te redimiera de tus oscuros temores.
¿Qué
es? Me preguntabas temblando con tu voz de seda y miel.
Era
mi corazón que buscaba un hueco junto al tuyo.
Y
cambiabas de postura, con un nuevo ímpetu
como
si también hubieras cambiado de amante,
y
hacías cosas inconfesables
de
las que tendrías que renegar años después.
Tendías
puentes a obscenos pensamientos
y
bajabas la guardia de tus férreos escrúpulos.
Entonces
yo entraba triunfal con mis ebrias y lujuriosas huestes,
por
el canal abierto que conducía a tu corazón.
NOCHE XVII
La
alegría que me producía el sexo consumado
sobre
el milagro de tu carne joven y plena,
no
me la reportaba ninguna otra vivencia
de
ese mundo que agonizaba
tras
aquellas paredes que temblaban con el paroxismo del amor.
Me
atraía la crueldad sobre aquel pudor virginal que iluminaba tu cara,
sobre
la blancura incólume de tu piel,
sobre
la rosácea abundancia de tus pechos,
sobre
la hiperbólica redondez de tus nalgas.
Me
gustaba contemplar tus orillas humedecerse,
y
tu pelo lloviendo torrencialmente sobre tu espalda.
Tú
te ponías seria y concentrada
como
si te sumergieras en uno de tus libros.
A
veces, cuando hacías el amor, parecía que estudiabas.
Pero
también ardías, gemías, fornicabas,
te
dejabas morder, tocar, lamer, apresar,
mientras
una lenta melodía coloreaba tu piel,
y
en la fresa de tu boca,
se
ahogaban de dulce angustia las palabras.
NOCHE XVIII
Te
excitaba el romanticismo de los besos,
de
las caricias como pétalos, de los tristes sentimientos,
de
las solemnes palabras de amor.
Yo
prefería el placer que se desborda a borbotones arrasando las conveniencias,
encontrarte
en lo prohibido,
pintar
sobre tu blanca ternura
soeces
palabras y obscenas figuras entrelazadas,
fundidas
por el fuego y el ansia cegadora.
Al
final los dos nos encontrábamos en el mismo punto,
en
esa necesidad angustiosa de estar el uno con el otro,
perdiendo
la cordura y la vergüenza,
mi
ebrio instinto sobre tu afrodisíaca belleza.
Te
rendías como una espiga que mece la brisa de verano,
cuando
acariciaba las perfectas curvas de tus caderas,
tus
pronunciados pechos, la luz de tus manos, la sombra de tu sexo,
tu
ceñida cintura entre mis morbosos deseos.
A
veces te alejabas como una ola que se adentra en el mar,
para
volver después con la mirada tímida y heroica
a
ser devorada por mi instinto abrasador.
NOCHE XIX
Nunca
antes te había visto tan hermosa,
entregándote
a la pasión, inmadura e irracional.
Entreabrías
la boca como si se te escapara la vida de placer,
como
si el fuego del sexo te quemara el paladar,
y
tus pezones ardían dilatados sobre tus soberbios senos,
saltando
sobre las cinchas de aquel negro tul de vestal en sacrificio.
Cubierta
de fetiches parecías aún más desnuda,
sentías
la profunda espada de mi lujuria
ensartando
tu corazón que latía en tus labios entreabiertos,
en
tu sexo en carne viva, en tu expresión virginal y doliente.
¿Cómo
no devorarte entera si me lo pedían tus dilatadas pupilas,
el
fulgor de tus gruesos labios, tus carnes heridas y abiertas?
Desde
tu boca volaban los orgasmos,
y
te volvías tan sensible cuando la sangre acudía gozosa a tu piel,
que
te dolía el roce de la más leve caricia,
y
sin embargo, misterios del sexo,
deseabas
ser poseída por afiladas garras que te elevaran hacia el vértigo.
NOCHE XX
Te
abrazaba jadeando en medio de aquel silencio cómplice,
penetrando
desesperadamente hasta el fondo de tu inocencia.
Eras
tan hermosa que tu cuerpo
parecía
un monte nevado bajo la luna llena.
Por
los latidos de tu vientre me pareció una vez ver estrellas.
Notaste
de repente el calor de una presencia
que
te contemplaba desde la profunda oscuridad.
Podías
oír sus contenidos jadeos,
la
obscena lengua de sus miradas sobre el rosicler de tus senos.
Entonces
de repente, perversa y heroica, comenzaste a acariciarte,
abriéndote
como una flor dispuesta a ser libada,
tu
piel resplandecía con un claro rubor de amanecer.
Eras
una niña sorprendida en pecaminosos pensamientos.
Tus
redondeadas rodillas sobre tus calcetines rosas
abriendo
la blancura de tus torneados muslos y de todo el calor que guardabas dentro.
Sentías
una mano extraña acariciándote en la oscuridad
y
bajabas los ojos avergonzada, rendida y excitada sin poderlo evitar.
NOCHE XXI
Tu
alma blanca resplandeciendo entre aquella maraña de negra lencería.
¡Qué
hermosa estabas!
Todos
los pecados de la carne se agolpaban a las puertas
de
tu belleza pura y ardiente como el fuego que mana del fondo de la Tierra.
Suspirabas
por ser vencida y mancillada, mordida y amada.
Te
desmayabas entreabriendo la boca y entrecerrando los ojos,
tanteando
a ciegas en pos de un islote firme
en
medio de la obsesiva marea de los orgasmos.
Sí,
esa hembra tan deseada, tan lamida, tan incendiada eras tú,
por
más que al ponerte la ropa
escondieras
con vergüenza tu dulce y culpable rostro
bajo
tus hermosos cabellos largos.
NOCHE XXII
El
sonido de la lluvia te volvía íntima y sensual
como
el fuego crepitando en el hogar durante una noche de invierno.
Entonces
había que tomarte suavemente, a pequeños sorbos,
no
fuera a ser que las blancas palomas de tu piel
asustadas
levantaran el vuelo.
-
Sé suave- susurrabas
con nocturno flujo en la voz.
Pero
una vez que te entregabas
ya
no había umbrales que no se pudieran traspasar.
Adivinaba
tu ondulante cuerpo de sirena
bajo
aquellas gasas trasparentes,
mientras
bailabas como una llama
que
el viento va acercando a los pastos.
Te
gustaba provocarme como jugando
y
ver hasta cuándo podía aguantar tus lánguidas miradas,
tus
insinuantes y obscenas poses, tus desmayadas provocaciones.
“Ahora
sé brusco” jadeabas esperando de un momento a otro
mis
salvajes embestidas, sobre tu corazón abierto en todos tus labios.
NOCHE XXIII
Germinaban
todos los besos que sembraba en tus húmedos surcos.
Tu
piel se llenaba de hierba y rocío, de rosas que se abrían,
de
arroyos que fluían desde tus pechos y serpeaban por tu vientre.
No
sé si era el hechizo de tus fetiches,
o
ese aire fértil de mayo que maduraba el grano en tus henchidos brotes.
Parecía
que tu carne se abría para ser sembrada, a puñados, de simiente.
Siempre
el calor de las caricias revoloteando por tus valles y cumbres,
los
rayos de mi lujuria atravesando las blancas nubes de tu feminidad.
Eran
ya tantas copas derramándose por tus sensuales labios,
tantos
desmayos en tus ojos,
tantos
mordiscos en las rosas dilatadas de tus hinchados pechos,
tantas
auroras boreales orbitando alrededor de tu ondulante cuerpo.
NOCHE XXIV
Tu
pleno y hermosísimo cuerpo ardía,
llenando
de luz la eterna noche oscura de mi alma,
ondeaban
tus altas y blancas llamas como estandartes de victoria.
La
victoria del sexo, de la belleza, de la trasgresión,
de
la juventud hipersensible y temeraria.
Tu
piel irradiaba destellos rosados como un mármol vivo,
sobre
el que la naturaleza había prodigado sus más excitantes seducciones.
¿Existía
otro mundo más allá de tu redondeada carne,
otra
vida más allá de la ternura de tu sexo?
Tu
belleza se derramaba por las sábanas
como
una lluvia de pétalos,
y
los orgasmos ponían una corona de flores sobre tu cabeza
cada
vez que, prostituida, arrebatada, pura, sacudías el pelo.
NOCHE XXV
Habías
recorrido a mi lado un largo camino de amor y lujuria.
Desde
aquella tímida muchacha que se estremecía a oscuras
con
mis obscenos lamidos,
hasta
esa mujer que cabalgaba sobre mi sexo
con
arrebatados movimientos de sirena.
Sin
embargo tu carne permanecía incólume
como
una llama eterna de hedonismo,
excitante
y milagrosa como si estuviera protegida
por una divinidad.
Los
chorros de mi deseo sobre tus oquedades de hembra sedienta,
enfangándote
de besos y de blasfemias,
la
luz de tu carne incendiada surgiendo de la oscuridad,
como
la vida del fondo de la Tierra,
como
un mundo nuevo naciendo de mi Nada.
Tus
rotundas nalgas heridas y abiertas entre mis garras de sátiro,
tu
belleza raptada por un vértigo apocalíptico de perversiones,
mientras
tus ojos, grandes y redondos como soles nacientes,
se
rendían de amor una y otra vez.
NOCHE XXVI
Así,
muévete como se mueven las olas cuando las sacude la tempestad.
Estamos
llegando al fondo del placer.
El
viento ha desgarrado todas las velas
pero
el mástil, firme sobre el alto oleaje, todavía sigue en pie.
A
veces gemías asustada por la profundidad
de
aquel océano de pasiones dionisiacas
a
donde nos había arrastrado nuestro barco de papel.
Te
abrazabas a mí con tus besos salados, con tus ojos nublados,
y
yo devoraba la sal y el coral de tus profundidades,
hasta
ahogarme en el vapor de tu sangre hirviente,
mientras
tú, mareada, herida, trágica, casi desvanecida,
tu
carne viva y abierta, tu pelo revuelto,
la
espuma de las olas aquilatando tu rojos labios,
te
agarrabas al cabecero de la cama
para
no morir en la voluptuosidad de tus orgasmos.
NOCHE XXVII
Eras
una sirena que me cautivó desprevenido con su canto sensual.
Por
tu joven belleza abandoné mi viejo barco a la deriva en el mar.
Me
retenías con el calor de tus muslos
y
esos lascivos abandonos de tus senos arrumándose contra mi pecho.
Ya
nadie me esperaba en ninguna Ítaca,
después
de haber probado el vino dulce de tu cuerpo.
Lo
bebí hasta caer borracho por las calles,
hasta
colmar con tu voluptuosa imagen
los
últimos baluartes de mi cerebro.
Todos
tus pueriles juegos de seducción
me
los tomé siempre muy en serio.
Te
gustaba en nuestras bacanales bailar desnuda al ritmo de las olas,
mientras
por las paredes crecían las excitantes sombras
de
tus grandes pechos.
Estabas
tan viva que me quemaba el simple roce de tu aliento.
Ningún
exorcismo mefistofélico fue nunca eficaz contra la fuerza de tu juventud.
Te
hacía el amor una y mil veces
como
si quisiera arrancarte el alma en cada demente arrebato.
Pero
era yo quien finalmente perdía el alma
por
las cumbres de tu cuerpo arrebatado.
NOCHE XXVIII
Muchacha
de suaves gemidos y heroica entrega,
te
quedaste para siempre en aquella habitación
que
aún huele a tu excitante ternura de vestal.
Todavía
cuelgan tus fetiches del cabecero de la cama vacía,
y
en las noches de lluvia se oye el eco de tus sensibles jadeos en mi oído.
Te
soltabas el pelo y me ofrecías tus blancas nalgas,
vivo
como el fuego el milagro de tu belleza de Venus en miles de fotogramas.
Siempre
que cierro los ojos te veo, hermosísima, en aquella cálida penumbra
quitándote
lentamente la ropa y poniéndote con caricias las medias.
Tu
sangre crepitando enfebrecida y la lluvia sofocándose sobre el alfeizar.
Eras
la hermosa bacante en los impúdicos sacrificios fálicos
que
el cíclope perpetraba, con ansias de eternidad, en su nocturna caverna.
A
ella.
Maneja
la cruceta con cuidado,
no
tires demasiado de ese hilo
no
me vayas a arrancar un brazo.
¿Hasta
cuándo me tendrás aquí bailando
con
mis pantalones remendados,
mis
zapatones como barcas
y
mi narizota de payaso?
Me
pregunto si alguna vez fui un hombre libre,
o
anduve siempre así,
bajo
la sombra de tu cuerpo, enamorado.
OTROS
TÍTULOS: DISPAROS EN LA OSCURIDAD, A CRUZATIERRAS, LA BELLA LEPROSA, QUE ARDA
EL MUNDO.