martes, 8 de enero de 2013

el boxeador invisible.


EL BOXEADOR INVISIBLE






EL BOXEADOR INVISIBLE

El boxeador estaba en el sótano haciendo sombra. Directo de izquierda, directo de derecha, croché de izquierda, paso lateral, esquiva, gancho de derecha. A cada golpe resoplaba como si expulsara el alma por la boca. Sentía en los labios la sal del sudor. Ya no era joven, hacía casi diez años que se había retirado, después de veintinueve peleas como profesional, con veinte derrotas y un nulo. Un palmarés más bien mediocre. Toni Cosano, el Fénix de Leganés, un boxeador segundón que parecía tener atornillados los pies a la lona, y cuyo nombre solía aparecer en los carteles en la parte de abajo con letra pequeña. Su manager lo abandonó como a un perro en una gasolinera, cuando iban a una velada a San Sebastián, y encima después de haberse comido su sanwis de jamón y queso y bebido su cerveza sin alcohol. Más tarde se justificó diciendo que estaba aburrido de un pupilo tan torpe y malo. Pero Toni perseveró y siguió entrenando por su cuenta, saltando con su bolsa de deporte al hombro la tapia del barracón donde entrenaban sus compañeros, cuando ya todos, hasta Felipe Juan, el ludópata que limpiaba los retretes, se habían marchado.
Luego le salió el trabajo de butanero y abandonó el boxeo definitivamente.
De vez en cuando se pasaba por el gimnasio de la CMU a saludar a los colegas, pero más que nada a respirar ese hedor tan familiar del cuero mezclado con el sudor, el miedo y la sangre.
Directo de izquierda, gancho, semigancho, croché, paso atrás, media esquiva, directo de contra…
Una niña pequeña de mirada inteligente se asomó desde lo alto de la escalera.
-         Mi madre dice que si no subes ya cenamos nosotras solas y tu cena se la echa otra vez al gato-
Toni Cosano miró el reloj de cocina que estaba colgado en la pared desconchada por la humedad y el salitre. Le faltaba minuto y medio para acabar el asalto.
La niña se quedó observándolo.
-¿Estás boxeando solo?- Preguntó con su clarividente ingenuidad infantil.
- No, hija, estoy boxeando contra el boxeador invisible-
-¿Y quién va ganando?-
- Yo, Lidia, ¿no lo ves?, mira qué paliza le estoy dando- Y entonces aceleró sus golpes arremetiendo con bravura, arrinconando al boxeador invisible contra las cuerdas, a fuerza de arrojo y pundonor.
- ¡Ya está, lo acabo de tumbar, uno, dos, tres…éste ya no se levanta!-
- ¡Levántate boxeador invisible, no te dejes vencer, yo quiero que gane el boxeador invisible!-
- Pues no me extrañaría que me ganara también, hija, ya no puedo ni con mi sombra-
La aguja del reloj alcanzó el cenit de los tres minutos y el boxeador visible, el gran Fénix de Leganés, se puso a coger aire levantando los brazos.
-         ¿Dónde está el boxeador invisible?-
-         Se ha ido corriendo, Lidia, creo que le he roto una costilla-
-         Pobrecillo, y se ha ido sin firmarme un autógrafo, ¿a ti te duele cuando te pega el boxeador invisible?-
-         Pues claro, hija, a mí me duelen muchas cosas, pero lo que más me duele en el mundo es que te hagan daño a ti-
-         Entonces, si yo me pego en la cara ¿te duele a ti?- Preguntó la niña abofeteándose suavemente en su mejilla sonrosada.
El padre se llevó la mano a su curtido rostro, tan golpeado y masacrado, componiendo un gesto de dolor.
-         ¡Ay, qué daño!-
La niña se rió.
-         ¿Y si me tiro del pelo también te duele?- Inquirió tirándose sin demasiada fuerza de uno de sus moñitos.
El padre echó la cabeza hacia atrás como si lo arrastraran de su inexistente cabellera.
-¡Ay ay ay ay!-
La niña volvió a reír a carcajadas.
Entonces apareció la madre en el umbral, como una nube de tormenta cubriendo de repente el cielo azul. Era joven, gorda y guapa. Llevaba un delantal muy escotado donde ponía “La reina de la cocina”, (que él le había regalado en broma cuando aún eran capaces de reír juntos), por donde asomaban dos enormes y blancos senos. Una teta estuvo a punto de salirse cuando inclinó el torso sobre la barandilla de la escalera.
-         Si tú no quieres cenar- le dijo al padre con acero en la voz y veneno en la mirada- deja por lo menos que la niña cene, mira las horas que son, ten un poco de consideración alguna vez en tu vida-
Estaban en trámites de separación. Aunque ya no hacían el amor, él la seguía deseando. De vez en cuando, desesperado, se iba de putas pensando en ella. Por el contrario ella a él ya no lo deseaba, le repugnaba ese olor que antes tanto la excitaba, y no necesitaba pagar para tener sexo. Flirteaba con un compañero de trabajo que era muy gracioso, como Jaimito. El amor es muy raro, es otro boxeador invisible que siempre se mueve de un lado a otro, pivotando sobre las punteras, desplazándose de improviso hacia el lado que menos esperas. A veces crees que lo tienes de frente y está a tu espalda con el puño levantado.
El gran Fénix de Leganés se pasó una mano por la cara, y tras mirar a uno y otro lado como si buscara al cobarde boxeador invisible al que acababa de derrotar por fin, subió las escaleras con pasos cansinos, como si ascendiera los escalones de un patíbulo, en pos del amor y de la concupiscencia.







UN ABRAZO DE SOLEDAD

Marcela está triste. La puta está triste ¿qué tendrá la puta? Como es Navidad echa de menos a los suyos. Los suyos son su madre y su niño de ocho años. Los suyos jamás serán las demás mujeres del burdel, ni los proxenetas negros que la explotan y esclavizan, ni la clientela marginal que la visita para desfogarse en su cuerpo escultural. Podría pasarse toda la eternidad conviviendo con ellos y nunca llegarían a ser para ella algo más íntimo que un grano en el culo. Además con este frío que está haciendo estos días, la niebla y las ramas desnudas de los árboles, una se pone más triste todavía.  Marcela tiene frío en los pies y no se quita los calcetines blancos con franjas rosas ni siquiera cuando se abre de piernas sobre la cama. Como todas las mujeres voluptuosas, suele tener frío en los pies, diríase que en las mujeres voluptuosas el calor de la sangre se repliega a las carnes más contundentes, a las grandes tetas, al interior de los muslos, a las gruesas nalgas, a las redondeadas mejillas, a los labios carnosos y a los ojos grandes bañados en sensualidad.
Marcela lleva unas medias rotas que hacen más atractivas sus torneadas piernas. En una mujer hermosa cualquier defecto se perfecciona, mientras que en una no agraciada cualquier perfección se afea.
Marcela está sentada en un sillón desvencijado, el codo apoyado en un pañito renegrido, viendo la televisión que han puesto encima del frigorífico. Un proxeneta negro con cara de mono y las encías y los ojos  enrojecidos, pasa a su lado con un cargador de móvil en la mano y le roza la rodilla. Marcela sigue con sus ojos fijos en los absurdos fotogramas de la pantalla.
Llaman al timbre. Preguntan por ella. Es un viejo cliente. Marcela, cuando lo ve, avanza hacia él por el pasillo con sus nalgas tremolando de nuevo como victoriosas banderas de sexo y lujuria. Lo abraza con fuerza, es lo más familiar que tiene a este lado del mar, un abrazo largo como si quisiera fundirse en él, refugiarse en él, calentarse en él. Un abrazo más fuerte que el del amor, un abrazo de soledad.
-         ¿Dónde has estado todo este tiempo, mi amor?- Marcela ni siquiera sabe cómo se llama su querido cliente, aunque hace más de tres años que lo conoce. Le preguntó su nombre el primer día pero ya se le olvidó.
-         Por ahí, je je je je, buscándome la vida- Responde el cliente sin nombre, sonriendo de oreja a oreja alagado por el cariño de la puta, tan satisfecho que hasta su calva parece sonreír.
Entran a una habitación de donde acaban de salir un negro y una rubia. Marcela rocía un bote de ambientador de rosas para sofocar un poco el fuerte pigmento del negro. En las habitaciones el trasiego es constante, recuerda a la consulta de un médico de cabecera.
-         ¿Qué cosas morbosas quieres que hagamos hoy, mi amor?- Pregunta la bella Marcela echando lánguidamente sus brazos sobre los hombros del viejo cliente.
-         No sé, había pensado en un lésbico, pero la chica de la última vez era un poco sosa-
-         Es verdad, mi amor, era más bien seca, es que era ucraniana-
-         También me gustaría que lo hicieras con otro mientras yo te miro-
-         Vale, pero tendríamos que buscar a un chico y hoy no hay ninguno-
-         Anda, vete entonces a buscar a alguna para el dúplex-
Marcela sale de la habitación y el cliente se queda mirando las paredes desconchadas, el bidet que gotea y las sábanas sucias. Le recuerdan un poco a su propia vida. Se oyen carcajadas fuera. Al cabo de un rato Marcela regresa sola.
-         Es que hoy sólo hay chinas, mi amor, y ninguna quiere hacerlo, hay una rubia que es muy activa y apasionada pero está ocupada con un chino-
-         Bueno, pues hagamos algo nosotros-
-         Claro que sí, mi amor, no necesitamos a nadie-
Marcela se abre en la cama como una flor gigante. Sus grandes muslos sobresalen por los bordes. Tiene la mirada de niña y un rotundo cuerpo de mujer. Se conoce que el cliente también está triste. No marcha bien la venta ambulante, y encima la parienta lo quiere abandonar ahora después de cuarenta años de matrimonio, justo cuando acaban de tener una nietecita preciosa, y todo por culpa de la maldita tele y el puto internet ese de los cojones, piensa  indignado mientras agarra con fuerza un buen pedazo de culo. Pero en fin, lo bueno que tienen las prostitutas es que no hay necesidad de demostrarles nada. Eres lo que eres y lo poco que seas ya es un logro. Siempre que pagues te hacen sentir hombre. Ellas se encargan de todo.
Al final la bella Marcela lo hace disfrutar con sus desmayados gemidos y su paciente entrega. Además, con un culo y unos labios como esos a ver quien es el guapo que se resiste.
En la habitación de al lado se oye a la rubia apasionada jadear dulcemente mientras el chino la monta. Al chino no se le oye, esa gente de mirada oblicua suele ser reservada hasta cuando jode.
Marcela se vuelve a poner sus medias rotas. La verdad es que tiene un cuerpazo espectacular. La cesárea apenas se le nota. Tuvo su hijo a los catorce años. Y es que estas hermosas mujeres caribeñas suelen ser precoces como animales. Qué pena que esa precocidad acabe a veces en un burdel de mala muerte. Marcela es una buena chica que cree en Díos, en la tradición y en las buenas costumbres. Nunca, hasta la fecha, y ya tiene casi veintidós años, se ha dejado montar por la parte postrera, de eso sí que puede sentirse orgullosa.
Tras la ventana, en la calle, se oye un triste acordeón y los barrenderos, con guantes y pasamontañas, barren las hojas muertas como si bailaran un vals.
Marcela y su cliente salen de la habitación.
-         Estamos en manos de dios, cariño- Va diciendo la buena muchacha mientras se ajusta su minúscula braguita fucsia de encaje con un lacito blanco muy sexy.
En el pasillo coinciden con la rubia y el chino.
-         Adiós guapo- Le dice la rubia al vendedor ambulante, guiñándole un ojo provocativamente. El chino sonríe todo el tiempo. Se conoce que el hombre ha quedado contento.
-         Cuídate, cariño- Se despide Marcela de su viejo cliente con arrumacos felinos y dos sinceros besos en las mejillas.
De una de las lúgubres habitaciones, se ve fugazmente salir a un seminarista de rostro blanco como el mazapán y la raya del pelo, recortado a tazón, recta como si hubiese sido trazada con tiralíneas, en el lado derecho. Se escabulle avergonzado con los ojos bajos sin esperar siquiera a que lo acompañe la chica hasta la puerta. El mundo siempre ha sido así de disimulado y seguirá siéndolo hasta que dios quiera.      
En cuanto su cliente se marcha, Marcela vuelve a sentir frío y tristeza. El frío y la tristeza de un destino cruel, de la miseria, de los errores del amor ciego y de la sangre ardiente que se pagan durante toda la vida, el frío y la tristeza de la soledad y de la ausencia.


viernes, 4 de enero de 2013

la cueva





LA CUEVA DEL CÍCLOPE
Eugenio López García © enero 2013




A mis hijas: inteligentes, guapas, luchadoras y orgullosas




YA NO VENDRÁ OTRO ULISES
“Disponed bien aprisa las jarcias del negro navío y embarcad sin tardanza”
El empleado de la gasolinera donde me detuve a repostar me extendió una tarjeta donde aparecían unos labios carnosos bajo una naricita respingona. De los labios salía, como una serpiente venenosa, una húmeda lengüecilla rosada chupando dos cerezas. Anunciaba un puticlub, como seguramente habréis adivinado. Se conoce que el empleado de la gasolinera me tomó por un putero. Debía de ser también psicólogo. Le di las gracias. Vi que estaba leyendo “Así habló Zaratustra”. Me chocó. Pensé que ya nadie leía esa clase de libros. Ahora la gente sólo lee frivolidades. Se alimenta de frivolidades. Un grupo de personas adultas puede pasarse hablando de frivolidades dos o tres horas seguidas sin darse cuenta, y encima parece que disfrutan, no bostezan ni una sola vez. Ríen como si alguien les estuviera haciendo cosquillas en los sobacos y gesticulan como monos amaestrados o como monas coquetas si son mujeres y tienen las manos bonitas. No conozco este mundo. No sé hacia donde camina. De lo que estoy seguro es que no se dirige a ninguna cumbre, ni de inteligencia ni de sabiduría. Todos los grandes inventos de la humanidad han debido de ser accidentes. Seguramente pretendían otra cosa distinta. La rueda quisieron hacerla cuadrada y les salió redonda. Yo tampoco me conozco ni sé hacia donde me dirijo. A veces siento el impulso de salir corriendo y no parar hasta que el corazón me reviente. Si el empleado de la gasolinera piensa que soy un putero entonces me conoce mejor que yo. Me deprime tanto ver cómo las tardes se van oscureciendo sin que se haya producido nada vivificante y hermoso, y cómo los días se suceden como se deben suceder los días de los muertos, que no distinguen ya la luz de la oscuridad, o mejor dicho, para los que ya todo es oscuridad, que me siento como un ciego tanteando por las paredes sin encontrar jamás el camino de regreso. Por lo menos los muertos pasan ya de todo. Y no hay cerca una cálida mano que me guíe porque en estos tiempos ya no existen dioses que protejan a los mortales. Los dioses se cansaron de nosotros, somos una especie condenada.
En cuanto a las palabras, llegan a ser tan estériles que carecen de sentido. Ojalá las palabras fueran consistentes como piedras, vivas como árboles. Pero en fin, continuemos escribiendo, ¿qué otra cosa puede hacer un caracol sino arrastrarse?

HA muerto Benito el ermitaño,
¿quién les echará ahora de comer a las gallinas,
quién cuidará del huerto,
qué otra mano lamerá su viejo y sarnoso perro?
Dicen que como Ulises perdió la patria y el amor,
que los hijos anduvieron buscándolo
por esos mares durante algún tiempo.
Al final, sus días se sucedían como las noches de los muertos.
Sin mujer que calentara su cama,
sin amigo que lo echara de menos.
Sólo bajaba al pueblo a comprar el pan y el aguardiente.
Después, encorvado y con pasos cansinos,
desandaba ese sendero entre eriales
que divide el dolor y la muerte.



LA paloma agonizaba a los pies de una gárgola.
Ya nunca más podría volar.
Se le cerraron los ojos y cayó al suelo
como un corazón roto o como un trapo viejo
que se descuelga desde una ventana.
Un gato gordo como un obispo
husmeó en el cadáver con curiosidad,
pero quién va a querer ya esa carne carcomida y ajada
como un ataúd exhumado.
De madrugada los barrenderos se la llevaron
envuelta en un sudario de hojas secas.
Voló tantas veces por el cielo
sin saber que su destino era la tierra…
En el reloj de la plaza las tres acababan de dar,
y un borracho abotargado con mal de amores,
salió cojeando de un bar.


LUZ DE MEDUSA
Pero hombre ridículo, ¿crees que puedes esconderte siempre
en un rincón de la barra con tu copa en la mano?
La verdad al final acaba por encontrarte con sus témpanos de soledad.
¿Cuántos bares tienes que recorrer aún para olvidarla?
¿cuántos cigarrillos amargos, cuánta adormidera de lorazepam?
¿cuántas monedas has de echar en la tragaperras
como si fuera un  pozo sin fondo de deseos frustrados?
¿Todavía sigues deslumbrado por esa luz de medusa?
¿es que ella lo era todo, es que tú no eres nada?
Renegó de ti tantas veces como gallos cantan en la madrugada.
Sal de una puta vez del doloroso útero del pasado
y arrastra sin avergonzarte esa pata seca por las calles empinadas.
No reniegues tú también de ti mismo.
La vida es un río con remolinos de locura que si te atrapan
te arrastran, te enfangan, te ahogan, te hunden y te tragan.
Y todavía algunas veces, cuando la miro,
me pregunto quién será esta muchacha que comparte mi cama.
Sólo sé que en apariencia es hermosa,
y que en sus ojos conviven el ángel y la serpiente.
Recorrí tantos mares hasta encontrarla…
Y sin embargo de repente se me escapa
por oscuros laberintos matemáticos,
como una vestal huyendo de su sanguinario minotauro.
Entro en su cuerpo y siento tal entrega
que con la brisa de su amor se abren todas las ventanas.
Pero cuando intento asomarme a su mente enrocada,
me precipito por un pozo sin fondo donde el aire me falta.
Se guarda celosamente dentro de sí misma bajo siete candados,
relucientes como sonrisas,
cuyas llaves sospecho que arrojó a alguna laguna de su infancia.
Llamo a su corazón y casi nunca está en casa.
Y otras veces, al abrir mi puerta, me lo encuentro sobre el felpudo,
latiendo desnudo, como un perro fiel.
Tal vez sencillamente quiere lo que cualquiera:
amor, paz, momentos y muchas risas,
aunque en su mundo todo sigue un férreo orden pitagórico,
y cuando, por esas cosas  que tiene la vida,
el dos adelanta al uno,
se siente desorientada como un ciego al que le han robado su bastón.
Todavía algunas veces la miro y me pregunto
si el cero venía antes del uno, o quizás voy después del dos.



 LA MALETA
La buhonera entró con su vieja maleta de cartón en la tienda del anticuario. Parecía un payaso dirigiéndose a la pista del circo con su holgada gabardina que le llegaba hasta los pies, su dibujada sonrisa de oreja a oreja y sus mejillas coloradas por el frío. Puso la maleta sobre un taburete y desabrochó las correas de cuero. Como por arte de magia apareció de repente un mundo perdido que olía a papeles viejos y a orina de ratones. Toda la historia del siglo veinte se condensaba en el interior de aquella raída maleta. Estampas de santos oscurecidas por el tiempo, antiguos libros comidos por las polillas, postales de viajes, carteles de artistas de cine y olvidados grupos musicales, cartas de amor y de añoranza, declaraciones de herederos, sentencias judiciales, billetes fuera de circulación, sellos de coleccionista, notas de suicidas, cuentos de hadas y de guerreros…
El anticuario revolvió como un taxidermista en el interior de aquellas tripas momificadas y cogió al azar una postal en relieve barrocamente ornamentada. Aparecía un pajarillo saliendo de un reloj de cuco, entre flores aterciopeladas que con el transcurso de los años habían perdido la purpurina y la viveza de sus colores. Por detrás, con letra inclinada de plumilla  color sepia, alguien había escrito una especie de poema.
“Cantas como los ruiseñores y eres la más bella entre las flores y por tu hermosura de emperatriz se vuelven locos los emperadores, y este poeta que te quiere, Conchita, que se llama Pepito Merino y que es el más grande de tus admiradores”.    
-         Era un tiobisabuelo mío que pretendía a todas las muchachas de Murcia,- aclaró la buhonera al anticuario que miraba la postal con ojillos sardónicos- al final ninguna lo quiso y se quedó más solo que la una, debía de ser un poco cargante el hombre, por lo visto se pasaba el día escribiendo poesías y hasta compuso un himno a la Virgen pa las fiestas patronales, al final, cuando se vio impedido y solo, le dio un ictus siendo muy joven todavía y se tiró por una ventana del geriátrico donde lo habían internado los parientes para quedarse con su dinero-
Había una foto de estudio en blanco y negro del célebre donjuan platónico, un poco de perfil, con su bigotito recortado como un seto, las mejillas orondas como las de un rollizo monaguillo cantor y una expresión blanda de amanuense en sus delicados rasgos. Al pie de la foto ponía: “Carmencita, si no te casas conmigo me casaré con la luna y las estrellas, con la mar y las amapolas. Y si tampoco ellas me quieren, me tiraré por una ventana de mi corazón. De Pepito para su amada Carmencita, Murcia 1924”.
El anticuario siguió revolviendo en el interior de la maleta con curiosidad.
-         Es una pena que te tengas que desprender de todo esto, ¿no?, más que na por el valor sentimental que debe de tener para ti- Argumentó con su vozarrón de gitano.
-         Ya lo sé, Mariano, hijo, pero a ver qué quieres que le haga, si no fuera porque lo necesito para comer se lo dejaría a mis hijos igual que mi padre me lo dejó a mí y su padre se lo dejó a él, pero hace poco que enviudé y hay días que no tengo ni pa comprar el pan, encima mi hermano ha fallecido recientemente, vivía solo desde que lo dejó la mujer y estaba muy gordo el pobre, ya le habían dao antes dos infartos y estuvo a punto de palmarlas, todos creíamos que se moría pero el cabrón salió adelante de milagro, que se muere, que se muere, que se muere, ¡que no que no que no se muere!, cuando empezó otra vez a andar con su bastón, se salió de la residencia y se fue a vivir solo al campo,  yo le decía siempre a mi sobrina, uhhh, tú, Olalla, cuando vayas a ver a tu padre si ves que no te abre me lo dices, pero no entres sola, ni se te ocurra, y ya ves, así lo hizo la criatura, que llama al timbre y no le abre, y venga a llamar al timbre y venga a llamar al timbre, así que vino enseguida a avisarme y yo me dije uy, Mari, ya está, dios mío, lo que tenía que pasar tarde o temprano por fin ha pasao, fui para allá, abrí la puerta y me lo encontré tirao en el sofá ya medio descompuesto, dicen que pudo ser otro infarto pero yo creo que fue la pena y la soledad-
Había fotos de los años veinte a las que se les había aplicado por encima una capa de burdos colores primarios con alguna técnica ignota en nuestros días. Estampas eróticas junto a estampas de santos de calva brillante y vírgenes en trance o en el martirio. En una aparecía un viejo sultán enseñando a bailar el tango a una morenita desnuda con la piel suave y blanca como el alabastro. En otra aparecía la Santísima Trinidad. A la derecha el padre, en el centro la paloma revoloteando inquieta como un niño travieso y a la izquierda el hijo. El hijo tenía los rasgos del padre, pero era joven y con el pelo largo, parecía un guitarrista de heavy metal, el padre por el contrario era viejo y con el pelo y la barba canosa. Se conoce que ni Dios se libra de la vejez.
Había cartas que alguien había enviado desde el frente a la mujer y a los hijos. Y la de un preso condenado a muerte que le escribía a su madre. Una foto oscurecida por la pátina del tiempo, en la que aparecía una especie de enano gigante con gorro de dormir, y al pie escrito con letra de imprentilla: “ Salustiano Otero Papatrigo. Científico-Transportista. Calle Santa María 19. Madrid (SPAIN)”.Estampas de Santiago matamoros, a caballo, con la ensangrentada espada en alto y con un gesto de ira divina, haciendo rodar cabezas con turbante a diestro y siniestro. Una de las cabezas tenía la lengua fuera y los ojos bizcos, reflejaba un gran realismo, y es que eso de que le corten la cabeza a uno, aunque seas moro, no debe ser cosa baladí.
Dando un salto en la historia, apareció una postal dedicada a la buhonera por los mismísimos Fórmula V. Ponía “Para Mari Carmen Alcaraz, con cariño y simpatía de Formula V”
-         Es que el bajista, Fran, que en realidad se llamaba Nicasio Indalecio, fue vecino mío en Móstoles hace ya algunos años-.
 En la pose y en el peinado pretendían parecerse a los Beatles, como cualquier grupo musical de aquella época que se preciara: los Brincos, los Saltos, los Botes y hasta los Tres Sudamericanos.
Había cromos de actores afeminados y actrices con abultadas pelucas rubio platino. Una foto de Roger Moore en la serie El Santo, con su arito luminoso sobre la cabeza. Otra del pequeño de Bonanza, con su pañuelo al cuello un poco ladeado, su revolver con la empuñadura de nácar y su caballo parcheado. Fotos de toreros y de futbolistas. Recortables de muñecas, anuncios de crecepelos y complementos alimenticios para combatir la mortandad infantil. Un niño muerto y a continuación resucitado con una cucharadita de Ceregumil. Cuentos de hadas y célebres novelillas femeninas como “Recuerdos de un anciano”, “Hija del amor”, “La triple vida”, “Amor en una sola noche”, “Una aventura temeraria”, que estaban dirigidas a mujeres como tú, mujeres lindas y románticas, mujeres de su casa, en definitiva mujeres contemporáneas.
Ajados panfletos de teatro de Jacinto Benavente, de Muñoz Seca, Arniches, Galdós, y hasta un ejemplar de Macbeth ya casi ilegible y desencuadernado como trozos de bulas dentro de un nicho.
Acordaron un precio y la buhonera se marchó con su fajillo de billetes, dejando allí su maleta como quien deja a un hijo en una inclusa.
El anticuario, tras contemplarla ensimismado un rato, la cerró. Y sonó como un ataúd, como un ataúd con los restos de historias olvidados, de sueños infructuosos, de vidas marchitadas como flores secas entre las hojas de un viejo libro que nadie lee desde hace mucho tiempo.
Tras la ventana el sol se estaba poniendo, iluminando lúgubremente los edificios, como los cirios de una procesión. El anticuario cogió la maleta y la depositó en un rincón sobre una pila de libros polvorientos, junto a un tiovivo de hojalata que tenía saltada la cuerda y que algún día habría que reparar.




EL AVENTURERO
¡Pero hombre tú por aquí!
A estas alturas de la vida
ya creía que te habrías comido el mundo.
¿En qué se convirtieron aquellos sueños de juventud?
¿Se fueron perdiendo por el camino
como el pelo de tu calavera?
Juraría que el mundo nos ha comido a nosotros.
Ya no brillan días de vino y rosas
en este cielo de diciembre,
ni quedan ninfas que nos acojan
en las orillas de los ríos.
Y después de tantas pérdidas
¿qué hemos ganado a cambio?
Me pregunto mientras reímos con los recuerdos
y, proyectando sombras cansadas,
encendemos un cigarrillo.


PUÑAL DE MATBECH
Mirando a uno y a otro lado, atravesó el parking amparándose en las sombras de la noche.  Allí estaba el coche, un audi de color rojo, flamante, brillando bajo la humedad de la niebla. El coche de alguien que parecía no conocer los problemas de la vida. Las ruedas nuevas, el parabrisas limpio, el interior impoluto como un tanatorio. En la bandeja trasera había un peluche que reconoció enseguida. Era de ella. Se lo había regalado él en la feria de Alcalá, lo consiguió en el puesto de tiro con seis perdigones, acertó los seis, a pesar de estar trucada la escopetilla, en aquella época, que ahora le parecía tan remota, todavía estaba muy enamorado. Sintió odio, un odio que le cegaba los ojos llenándoselos de lágrimas, légrimas negras que le quemaban las pupilas como rayos láser. Pero tenía que estar frío para hacer lo que tenía que hacer. Había premeditado tanto aquel momento…Miró la hora en el móvil, las ocho menos cinco, ya debía de estar a punto de aparecer. Se escondió detrás de una pared del polideportivo, inmunda de grafitis obscenos. Se vio reflejado fugazmente en un retrovisor. Bajo de estatura, con un ojo vago, por lo que llevaba gafas de aumento desde niño, que habían acabado por formarle una protuberancia entre la nariz y la frente. Con sus pelos de punta siempre despeinados, sus ojos desorbitados tras las lupas y su nariz aguileña, parecía un alimoche. Era feo. Se sentía feo por dentro y por fuera. Y desde que ella lo abandonó siempre estaba triste, con una tristeza inquieta y desesperada, con una tristeza desgarradora como una operación sin anestesia. ¿Se podía vivir así mucho tiempo? Pues claro que sí, hombre, hasta que se muriera uno, mira el Conde de Montecristo, o esos presos que esperan su hora durante interminables años en el corredor de la muerte. El dolor es como un parásito que se mete debajo de la piel. El dolor y la violencia muchas veces van íntimamente unidos.
Hacía ya casi un año que ella lo había dejado. Jamás pensó que algo así pudiera ocurrirle. Era suya, no podía ensuciarse de más mundo que del suyo. Pensaba como él, reía como él, sentía como él la había enseñado a sentir. Pero cada vez la trataba peor, aunque enseguida se arrepentía, sufría viendo llorar aquellos ojos tan puros. Olía tan bien, como la hierba después de llover, era tan guapa y él tan feo que a su lado se sentía inseguro y angustiado. Su razón no alcanzaba a entender que una chica tan especial pudiera amarlo, a veces creía que se reía de él. No entendía nada. Tal vez por eso la maltrataba psicológicamente y llegó a pegarle en varias ocasiones, siempre por celos y por complejo de inferioridad. Hasta que un día estalló la tragedia, como un cartucho de dinamita del que ya ha ardido toda  la mecha.
-¿Por qué no hablas?- Le había preguntado ella con su dulce voz, viéndolo taciturno al atravesar el parque, pisando las hojas muertas, de regreso al autobús.
-¿Por qué miraste a ese?- Preguntó él después de un largo y angustioso silencio. Así empezó todo. La violencia lo arrastró como un destructivo huracán. Luego, sudando estertoreamente,  sintió pena y tuvo ganas de abrazarla, pero ya era demasiado tarde.
Ella, ya en el autobús, se agazapó en el último asiento. Sola, triste y herida como un pájaro tiroteado y abatido. La sangre le manaba por la nariz y por la boca. Se subió el cuello del abrigo y se echó el pelo sobre la cara para que nadie la viera llorar. Miró por la ventanilla, las farolas se sucedían como los cirios de un entierro. Su destino de mujer rota, sucia, humillada, desesperanzada. Lo seguía queriendo y eso era lo que más le dolía, más que los puñetazos en la cabeza, que el corte en el labio, que los ojos hinchados, que las patadas de odio mientras estaba tirada en el suelo como un perro al que apalea su dueño sin motivo aparente. Le había dado tantas oportunidades…Nunca quiso denunciarlo, ni siquiera aquella última vez. Ya nadie podía saber a ciencia cierta lo que pasaba en su interior, ni siquiera ella misma.
-         Es bueno, es bueno, es bueno- Repetía espasmódicamente a su madre, moviendo el torso sentada en una silla, con los ojos muy abiertos como si se hubiera vuelto loca.
Una señora muy gorda cargada de bolsas del Carrefur, se acercó a ella al ir a bajarse en una parada.
-         Pero ¡qué te ha pasado hermosa!-
Trató de ocultarse más arrinconada en su asiento, sintiéndose inundada por el hedor de la sangre mezclada con ese rancio sudor pobre e interracial de los trabajos y los días que desprendía el escay.
-         Nada, mi novio y yo hemos tenido un accidente con la moto-
Aquello fue demasiado. Cuando se enteró su padre tuvieron que sujetarlo entre tres guardias civiles.
-         ¡Dejadme que mate a ese cabrón!-
A fuerza de psicólogos y un constante apoyo familiar, al final pudo dejarlo. Obtuvo una orden de alejamiento y meses después rehizo su vida con un buen chico que era futbolista del equipo local. Nada que ver con el otro. Este era sereno y seguro, alegre, vital, inteligente. Y guapo por añadidura, se parecía a Junior, el cantante de los años sesenta, en sus mejores tiempos. En su infancia no había sido amamantado con leche contaminada, con leche de arrabal, con leche de víbora. Esa leche que producía un frío interior que no podía apaciguar ningún abrazo de mujer.
Su verdugo siguió acosándola durante algún tiempo, hasta que unos amigos del nuevo novio lo acorralaron en una pista de skate y le dieron una paliza que lo condujo al hospital. Aprendió como había aprendido siempre, a hostia limpia. A partir de entonces la dejó en paz. Aunque no podía vivir sin ella. Creía que con el tiempo lo superaría igual que había superado las contusiones y se habían soldado los huesos rotos. Pero el corazón es otra cosa, el corazón es de cristal y cuando se parte se claven los pedazos en el pecho noche y día. Es mejor vivir sin corazón.
En fin, ahí llega, míralo, el niño guapo, parece una avutarda con esos andares con la cabeza levantada y el culo para fuera, como si estuviera paseando sintiéndose el dueño del mundo.
Ahora o nunca, se dijo. Y un odio frío como el acero le hizo sacar con pulso firme el martillo del interior de su raída cazadora.
El futbolista no pudo esquivar el golpe. Apartó un poco la cara pero el primer martillazo le partió los huesos de la mejilla y le reventó un ojo. Se desplomó sobre el suelo de cemento como un muñeco de trapo y el criminal siguió descargando sus golpes hasta que borró cualquier rasgo humano de aquel rostro que antes parecía brillar de autosatisfacción como una bola de navidad. Cuando lo creyó muerto lo arrojó a patadas a una cuneta.
En su huida, al pasar junto al coche, escribió con sangre en el parabrisas el nombre de su antigua novia, de esa chica a la que en el fondo nunca quiso tanto como a su enmierdado e impotente yo.



CAMINÓ hacia la mesa con sus glúteos tremolando
como victoriosas banderas de juventud.
Después regresó a la cama, con un halo de luz
coronando su sombreado pubis.
Estaba en todas partes,
como una demente sucesión de fotogramas de lujuria.
Si me daba la vuelta en la cama,
allí estaba ella con esos ojos tan grandes
mirándome como un gato a un insecto insignificante.
Si me dormía, allí estaba ella asomándose
por la puerta entreabierta de mis pesadillas.
Si despertaba, allí estaba ella peinándose desnuda
y cantando ante el espejo.
Muchas veces intenté ahogarla en la bañera,
arrojarla del coche en marcha,
encerrarla bajo llave entre las páginas de un libro.
Pero no había manera.
Era más fácil arrancarme de cuajo la vida
que penar arrastrando su omnipresente ausencia.



LA CUEVA DEL CÍCLOPE
                          Mira a tu alrededor, me dijo el sepulturero, ¡quedan tantas cosas vivas!

NOCHE I
Y cuando todo, hasta la carne, 
parecía morirse y apagarse de tristeza,
de repente una llama viva recorría tu cuerpo excitante
desde tus pies hasta la blanca y profunda belleza de tu cara,
encendiendo tus besos de mariposa lasciva,
tus trémulos abandonos,
tus jóvenes pechos que reventaban de savia,
tus dulces y obscenas posturas,
tus manos que revoloteaban como palomas asustadas.
Y entonces yo, rabioso de lujuria,
moría de terror y deseo viéndote arder de luz,
y me parecías tan cerca y tan lejos como tu ropa sobre la silla.
Añoro tu forma de peinarte
bajo aquel cuadro de las flores moradas,
tu cintura ondulando suavemente,
tus pendientes que tintineaban,
el rumor de las medias por tus muslos
mientras el escenario de la habitación
volvía a quedar en penumbra,
y la vida crecía desde las raíces de tus ojos,
como una apasionada enredadera
alrededor de mi tumba.



NOCHE II
Como un perro hambriento devoraba tu carne tierna y sometida,
buscando el calor de tu sexo
bajo aquel frío firmamento pintado en la pared.
A ciegas reconocía cada fértil parcela de tu piel.
Sabía dónde había crecido una rosa,
en que lugar exacto había una huella en la nieve,
desde qué oquedad levantaba el vuelo un pájaro,
en qué rama estallaba una risa,
de qué piedra manaba una lágrima.
No necesitaba ya más mundo
que las cintas negras de tus ligueros sobre tus blancas nalgas,
que la luz de tus ojos en mis laberintos,
que ese rictus en tu boca de virgen inmolada,
que tus pródigos pechos amamantando mis sátiros instintos,
que tu cabello cayendo libidinosamente por tu espalda,
que mi insaciable lujuria profanando tu pudor.
Y esas pequeñas caricias que, al fundirme en ti,
de tus manos se escapaban avergonzadas de amor.


NOCHE III
Dos cuerpos revueltos, confundidos, enredados,
la carne ardiendo contra la carne,
tu sexo abriéndose con un rubor de yaga latente,
y tus muslos rodando entre las sábanas
con un resplandor rosáceo de amanecer que besa las ventanas.
Yo te miraba absorto, sin saber si era de día o de noche,
si me esperaba el suelo firme o el abismo
tras las paredes de aquella habitación.
Sentía algo tan perverso y puro
al hoyar la cálida nieve de tu excitada desnudez.
Echabas el pelo hacia atrás y te entregabas
como una carta de amor que cae al fuego,
te abrías de dentro a fuera como una flor
que se confía al dudoso sol de invierno.
Entonces te besaba cuello abajo y te desvanecías de gozo,
mientras mis dedos lujuriosos giraban
jugando con las pálidas lunas de tus pezones,
y una onírica luz de aurora
ondeaba por tu encendida piel de adolescente.
Parecía que ni la espada del tiempo
podría partir jamás aquellos largos abrazos.
Y es que fueron tantos besos, tantos lamidos,
tantas absoluciones para tan inconfesables pecados.


NOCHE IV
Había momentos en los que te veía languidecer
como una flor sin agua. Te sentías mancillada,
perdida y sola sobre aquella cama extraña,
en aquella lúgubre habitación que no olía a tus cosas.
Hundías tu dulce cara sobre la almohada
buscando entre las sábanas revueltas los primeros susurros del amor,
mientras sentías arañas corriendo por tu espalda,
tejiendo sus telas en tus ingles,
fabricando sus nidos en el calor de tu útero.
Te preguntabas qué hacías allí, te palpabas y te sentías sucia
como un trapo en un fregadero.
Te preguntabas qué te producía ese agudo dolor en el costado,
y si el amor eran esas densas concupiscencias
de intenso olor sobre las que nos revolcábamos.
Yo, ajeno a todo lo que no fuera el rotundo universo de tu belleza,
me aferraba a tus voluptuosas nalgas
como si alcanzara la luna con las manos.
A veces te entraban ganas de llorar,
pero era como una sombra, como un tenue velo de terror
que se cruzaba fugazmente ante tus ojos.
Entonces de repente te ponías a reír con tu bello rostro
y los árboles se llenaban otra vez de frutas y pájaros.
Sacudías el pelo, salvaje, hermosa y liberada
como una vestal en lo alto de un acantilado,
tu aniñada y doliente expresión en el espejo,
y aquella colcha roja resbalando por tu piel de nácar.
Te abrías y te agitabas con instintiva cadencia de hembra clara,
con pureza de animal en tu entrega,
y yo, frenético, sacrílego, desgranaba en mi boca la granada de tu sexo,
y me vertía en tu intimidad buscando el mar de tus entrañas.
Finalmente nos envolvía de nuevo nuestra penumbra,
y abrazados, mezclados mi sudor y tu pigmento,
nos sepultábamos bajo las mantas.


NOCHE V
¿Hasta dónde estabas dispuesta a llegar?
Me habías dejado derribar tus puertas a patadas,
aplastar tus rosales con mis cuadrigas,
robar los frutos de tu huerta.
Te reclinabas sometida a mis ansias obscenas,
mis mordiscos hambrientos y mis viciosas blasfemias,
mirando a tu alrededor sin reconocer las paredes
de aquella caverna, que rezumaban maleficios.
Tú eras una chica normal que paseando un día por el parque
cayó prisionera en el cepo del amor.
Ahora, sin embargo, te contemplabas en el espejo
con tu lencería de burdel, y acariciabas esas manchas rojas
que ensuciaban el manto blanco de tus recuerdos.
Con el pelo sobre la cara se te nublaban los ojos
y tus labios se dilataban con la salada miel del deseo.
De repente eras tú quien se mordía los labios
y en el fondo de la caja de Pandora
buscaba arrobadores secretos.
Después te escondías de nuevo en las sombras,
avergonzada del rubor de tus mejillas,
de esa sensación que te llegaba hasta el fondo
cuando te agarrabas al cabecero de la cama
y el cálido néctar de los impuros instintos fluía por tus muslos,
mientras las mantas y los pétalos de tu inocencia
se arrastraban por el suelo.
¿Qué más te quedaba por sacrificar?
Te preguntabas subiéndote las medias suavemente.
Y con dos delicados pellizcos,
te abrochabas los ligueros.
NOCHE VI
Con eróticas cinceladas el deseo modelaba tu cuerpo de alabastro,
iluminándolo por fuera, calentándolo por dentro,
levitabas sobre la materia oscura
y volabas hacia el orgasmo con tus cabellos al viento.
Eras la misma muchacha de torneados muslos y grandes pechos,
pero aquella noche sentía que amabas con otro pálpito.
De costado sobre la cama parecías una escultura
que había cobrado vida y pasión con más lamidos que besos,
y el tiempo se detenía en cada delicado gesto de placer.
Tu mano como un pequeño animal retozando entre la hierba mojada,
obedeciendo sólo a ese sensual jadeo que lo reclamaba
desde el fondo de la concupiscencia.
Trotabas salvaje y desbocada por los prados de tu juventud,
mientras yo atenazaba tu estrecha cintura
e iba embridando con caricias y restallidos tu ardiente jocosidad.
Y tras otra oculta noche de transgresiones vergonzantes
que te hacían aún más hermosa, con ese estertor de hembra encelada
en que se había convertido tu primera inocencia,
el amor nos indultaba una vez más.
Asilado en ese hogar que humea entre tus piernas,
siempre me resultó muy fácil amar.



NOCHE VII
Tu cuerpo brotaba como un árbol frutal
sobre el desierto de mi cama.
Allí estabas, repleta de frutas y sombra,
de frondosas ramas que el viento zarandeaba y hacía susurrar.
Habías nacido en los dominios de mi soledad,
como un helecho que crece en la pared de un acantilado.
Fueron tantas noches rodando por oscuras perversiones,
traspasando cercas prohibidas,
tan largas y profundas libaciones,
que tus raíces se enroscaban a los muebles
dibujando tu excitante figura al trepar por las paredes.
Cada noche te hacían más hermosa nuevos y temerarios placeres,
y mirándote a los ojos, recorriendo a ciegas
esos caminos arbolados de tu piel,
sentía un jadeante aleteo de trasmigración de los cuerpos.
Hacía ya mucho tiempo que aquella habitación
se había quedado sin puertas ni ventanas por donde regresar al mundo.
Sólo en tu cuerpo me orientaba.
El sexo era un dios que ardía en tus pupilas,
cuando, con uñas y dientes, cavaba desesperado en tu carne deliciosa,
buscando más y más resurrecciones.




NOCHE VIII
Tu cuerpo desnudo resplandecía en la oscuridad.
Brillaban los abalorios de tu corsé
y esas perlas que lloraban por tus ingles.
Si salías de la habitación, todo, hasta el alma,
volvía a quedar a oscuras.
Mis manos se cernían como sombras obscenas
sobre los montes claros y elevados de tu juventud.
Cuando acariciaba tus espigas
mis dedos sombríos se me llenaban de luz.
El placer te atrapaba una y otra vez
con sus envolventes lenguas de fuego,
y te faltaba el aire, y el corazón abandonaba tu pecho a bocanadas,
y se derramaba en tus labios, en tu voz que gemía,
en tus ojos que languidecían, en el rubor doliente de tu rostro.
Y reías sin saber porqué como ríen los pájaros
cuando descubren el sol de la mañana.
Y tu pelo saltaba sobre tu espalda
en bellas y caóticas cataratas de deseo.
Yo me contenía como una negra nube de tormenta
que roza las cumbres de las montañas,
hasta que te veía caer deshecha pétalo a pétalo sobre las sábanas,
y entonces mis rayos atravesaban tu cuerpo excitado,
y las viejas leyes de la moral
se rendían ante el nuevo génesis de tus orgasmos.  




NOCHE IX
¿Cuántas noches, cuántos años, cuántas eternidades
llevábamos viviendo en la santa clausura del sexo?
Nuestras vocaciones eran de mártires, y si alguna vez,
no lo creo, la tentación de una vida mesurada
cruzó como una malvada sombra ante nuestros ojos,
enseguida la espantábamos con excesos,
con nuestras lujuriosas inclinaciones,
con nuestros inmundos deseos.
Me gustaba cómo se soltaban  tus ligueros 
cuando cabalgabas sobre mi vigor viril,
cómo restallaba tu carne dulcemente,
cómo te ibas desnudando insinuante mientras bailabas como una odalisca,
cómo cambiabas de postura con esa agilidad de gacela asustada.
No necesitaba ningún otro dios
para llegar al paraíso de tu belleza,
para vivir feliz con tus pecados en mi infierno.
Te excitaba tanto sentirte observada por mis miradas de viejo sátiro,
que te cimbreabas como las espigas
cuando la brisa sensual del verano les echa el aliento.
Aquellas lentas y húmedas caricias,
aquel cálido tacto, aquellas amargas contracciones,
aquellos infinitos besos.
Florecían rosas en el cabecero de la cama
cuando te agarrabas como un náufrago
para no morir de arrobamientos.


NOCHE X
Así, en aquella postura de hembra erizada
me volvías loco de lujuria.
Después me gustaba acunarte entre mis brazos,
recuerdo que no te habías quitado tus calcetines blancos,
y lamer con avaricia tus rosados amaneceres.
Borracho fetichista, bebía a tragos desesperados
tu carne envuelta en provocadora lencería,
hasta que te derramabas sobre mi pecho
como la nieve que  fluye desde las cumbres,
tu voz deshecha en una fuente lenta que susurraba a mi oído.
Y reías, besabas, gozabas, cerrando los ojos
para ver en el interior del placer.
Qué lejos quedaba ahora la tristeza de la carne
que no conoce la carne,
de la carne que es piedra muriéndose en un desierto.
Bajo aquella tenue luz azulada poco antes del amanecer,
sudaban y temblaban de pasión nuestros cuerpos.



NOCHE XI
Tu blanca belleza parecía pintada desnuda sobre el negro lienzo de la noche.
La luz que salía de tu carne ardiente iluminaba los rincones
más recónditos de aquella habitación.
Un cuadro carnal y vivo sin anatemas tenebristas,
donde cada parte de ti era un todo,
y cada erótica postura de tu resplandeciente cuerpo
rebosaba dulzura y vida.
Nada le sobraba a tu sensualidad renacentista,
ni la contundencia de tus caderas,
ni tus cabellos acariciando tu cintura ,
ni esos pliegues de las sábanas húmedas de sudorosas vehemencias.
Te derrumbabas rendida y entregada como una flor
que ha sido libada hasta el fondo de su ser.
Te dejabas amar con lentitud felina,
con contenido frenesí interior.
Reías, gemías, copulabas, ondulabas, morías,
sacudías el pelo que te cegaba, te desgarrabas,
mezclada tu voz y tu mirada, mi sexo y tu corazón,
tu juventud y mi lascivia.
Y se sucedían las estampas de lujuria,
mientras los fúnebres fantasmas del pasado
te contemplaban con pecaminoso deseo,
reprobándote desde la oscuridad.
NOCHE XII
Te excitaba sentirte observada mientras bailabas
por la habitación con movimientos íntimos e insinuantes,
encendida por el roce de las gasas que acariciaban
tu piel de pétalo sensible y terso.
Caminaste heroica  hacia la ventana para mostrar a la luna
tu trémula desnudez turgente de floreadas voluptuosidades.
Regresaste a mí con tus duros y prominentes senos convertidos en fuentes,
para que yo bebiera hasta la saciedad los profusos chorros de tu delirio.
A veces tu belleza ardía como la arena caliente de una playa,
y te dejabas bañar por la lenta espuma excitada,
hoyar por anónimas pisadas lascivas.
Yo me ahogaba en tus profundos océanos
con sólo oler el aire de tus mareas saladas.
Eras un ángel obsceno que proyectaba irresistibles tentaciones
cuando abría, mirando al cielo, sus blancas alas.


NOCHE XIII
¡Cuánto placer bebí en ese odre de vino dulce que era para mí tu cuerpo!
Todo en ti era abundancia: tu feminidad, tu entrega, tu enervado pudor,
tu enajenada vehemencia, tus voluptuosidades rosadas.
Ninguna música podía igualarse al restallido de tus redondas nalgas,
de tus grandes pechos agitándose,
de esos tímidos desmayos que se escapaban de tu alma.
Tenías las manos y los pies pequeños,
y cabían como poyuelos en un lamido,
todo lo demás era en ti savia en exceso.
Ponía mi oído en tu sexo para escuchar las caracolas de la pasión,
mientras tú me abrazabas como si tus brazos fueran sauces.
A veces esperabas que llovieran pétalos sobre tu piel,
otras veces, ruborizada, preferías que te llevaran garras por el cielo.
Por el día que las brisas te mecieran,
por las noches que huracanes te arrastraran a mi infierno.




NOCHE XIV
Aquella habitación era nuestro burdel.
Una tenue luz rojiza nos envolvía y amparaba,
velando por nuestros pecados, silenciando nuestros excesos,
cobijando nuestra transgresora pornografía.
Tu minúscula lencería se perdía entre las cumbres de tu carne,
entre los valles frondosos, por tus húmedas orillas.
Tu vientre latía cuando yo bebía de tus fuentes vivificantes,
tras atravesar sediento el desierto de una vida sin tu cuerpo.
Te devoraba con sed de náufrago
mientras tú te convertías en llama que fluía, mojaba, quemaba,
abrasaba, subía hasta la cópula, bajaba hasta los posos del instinto.
Eras fuego que derretía todos los hielos
que traía amenazante la mañana.
En la oscuridad de las inmundas pasiones,
era donde más resplandecía tu cuerpo de lirio.



NOCHE XV
Rezumaba tanta ternura la viva herida de tu sexo,
que del limo de sus orillas crecían flores y mariposas blancas.
Te excitaban hasta provocarte desmayos esos besos pequeños
que erizaban tu piel y te hacían cosquillas en el alma.
Tu hermosura de mujer se coronaba con un frescor de niña
que todavía era casi un brote sin abrir en la inmensidad del sexo.
Quién diría que ya había sido cortada hasta la última rosa de tu jardín,
que se te había escapado el alma por los ojos,
que habían vuelto del revés tus más sagradas convicciones.
Ahora conocías el poder de tus seducciones de sirena,
anteponías la curiosidad al pudor,
y te ibas desnudando bajo el tenue neón con indecentes caricias
que besaban tu encendida piel de princesa cautiva.
Debajo de aquel tul transparente se adivinaba tu fértil flor,
y tras las llamas de tu lenta sensualidad
sentía latir tu corazón grande y rosado.
Por las suaves ondulaciones de tu cuerpo
cada instante se convertía en un milagro.



NOCHE XVI
El dulce oleaje de tus mareas me llevaba hasta las profundidades del placer.
Descubría corales, medusas que cambiaban de color,
peces alados que desgarraban tu piel salada para volar
hacia las altas cumbres del gozo.
Te vendaba los ojos y tú te estremecías
esperando el ardiente goteo de la cera,
o el afilado témpano de la hoja sobre tu piel palpitante.
Reías sintiendo ganas de llorar,
y me pedías a gritos un amor violento y grande
que te redimiera de tus oscuros temores.
¿Qué es? Me preguntabas temblando con tu voz de seda y miel.
Era mi corazón que buscaba un hueco junto al tuyo.
Y cambiabas de postura, con un nuevo ímpetu
como si también hubieras cambiado de amante,
y hacías cosas inconfesables
de las que tendrías que renegar años después.
Tendías puentes a obscenos pensamientos
y bajabas la guardia de tus férreos escrúpulos.
Entonces yo entraba triunfal con mis ebrias y lujuriosas huestes,
por el canal abierto que conducía a tu corazón.


NOCHE XVII
La alegría que me producía el sexo consumado
sobre el milagro de tu carne joven y plena,
no me la reportaba ninguna otra vivencia
de ese mundo que agonizaba
tras aquellas paredes que temblaban con el paroxismo del amor.
Me atraía la crueldad sobre aquel pudor virginal que iluminaba tu cara,
sobre la blancura incólume de tu piel,
sobre la rosácea abundancia de tus pechos,
sobre la hiperbólica redondez de tus nalgas.
Me gustaba contemplar tus orillas humedecerse,
y tu pelo lloviendo torrencialmente sobre tu espalda.
Tú te ponías seria y concentrada
como si te sumergieras en uno de tus libros.
A veces, cuando hacías el amor, parecía que estudiabas.
Pero también ardías, gemías, fornicabas,
te dejabas morder, tocar, lamer, apresar,
mientras una lenta melodía coloreaba tu piel,
y en la fresa de tu boca,
se ahogaban de dulce angustia las palabras.


NOCHE XVIII
Te excitaba el romanticismo de los besos,
de las caricias como pétalos, de los tristes sentimientos,
de las solemnes palabras de amor.
Yo prefería el placer que se desborda a borbotones arrasando las conveniencias,
encontrarte en lo prohibido,
pintar sobre tu blanca ternura
soeces palabras y obscenas figuras entrelazadas,
fundidas por el fuego y el ansia cegadora.
Al final los dos nos encontrábamos en el mismo punto,
en esa necesidad angustiosa de estar el uno con el otro,
perdiendo la cordura y la vergüenza,
mi ebrio instinto sobre tu afrodisíaca belleza.
Te rendías como una espiga que mece la brisa de verano,
cuando acariciaba las perfectas curvas de tus caderas,
tus pronunciados pechos, la luz de tus manos, la sombra de tu sexo,
tu ceñida cintura entre mis morbosos deseos.
A veces te alejabas como una ola que se adentra en el mar,
para volver después con la mirada tímida y heroica
a ser devorada por mi instinto abrasador.


NOCHE XIX
Nunca antes te había visto tan hermosa,
entregándote a la pasión, inmadura e irracional.
Entreabrías la boca como si se te escapara la vida de placer,
como si el fuego del sexo te quemara el paladar,
y tus pezones ardían dilatados sobre tus soberbios senos,
saltando sobre las cinchas de aquel negro tul de vestal en sacrificio.
Cubierta de fetiches parecías aún más desnuda,
sentías la profunda espada de mi lujuria
ensartando tu corazón que latía en tus labios entreabiertos,
en tu sexo en carne viva, en tu expresión virginal y doliente.
¿Cómo no devorarte entera si me lo pedían tus dilatadas pupilas,
el fulgor de tus gruesos labios, tus carnes heridas y abiertas?
Desde tu boca volaban los orgasmos,
y te volvías tan sensible cuando la sangre acudía gozosa a tu piel,
que te dolía el roce de la más leve caricia,
y sin embargo, misterios del sexo,
deseabas ser poseída por afiladas garras que te elevaran hacia el vértigo.




NOCHE XX
Te abrazaba jadeando en medio de aquel silencio cómplice,
penetrando desesperadamente hasta el fondo de tu inocencia.
Eras tan hermosa que tu cuerpo
parecía un monte nevado bajo la luna llena.
Por los latidos de tu vientre me pareció una vez ver estrellas.
Notaste de repente el calor de una presencia
que te contemplaba desde la profunda oscuridad.
Podías oír sus contenidos jadeos,
la obscena lengua de sus miradas sobre el rosicler de tus senos.
Entonces de repente, perversa y heroica, comenzaste a acariciarte,
abriéndote como una flor dispuesta a ser libada,
tu piel resplandecía con un claro rubor de amanecer.
Eras una niña sorprendida en pecaminosos pensamientos.
Tus redondeadas rodillas sobre tus calcetines rosas
abriendo la blancura de tus torneados muslos y de todo el calor que guardabas dentro.
Sentías una mano extraña acariciándote en la oscuridad
y bajabas los ojos avergonzada, rendida y excitada sin poderlo evitar.
   




NOCHE XXI
Tu alma blanca resplandeciendo entre aquella maraña de negra lencería.
¡Qué hermosa estabas!
Todos los pecados de la carne se agolpaban a las puertas
de tu belleza pura y ardiente como el fuego que mana del fondo de la Tierra.
Suspirabas por ser vencida y mancillada, mordida y amada.
Te desmayabas entreabriendo la boca y entrecerrando los ojos,
tanteando a ciegas en pos de un islote firme
en medio de la obsesiva marea de los orgasmos.
Sí, esa hembra tan deseada, tan lamida, tan incendiada eras tú,
por más que al ponerte la ropa
escondieras con vergüenza tu dulce y culpable rostro
bajo tus hermosos cabellos largos.    

NOCHE XXII
El sonido de la lluvia te volvía íntima y sensual
como el fuego crepitando en el hogar durante una noche de invierno.
Entonces había que tomarte suavemente, a pequeños sorbos,
no fuera a ser que las blancas palomas de tu piel
asustadas levantaran el vuelo.
-         Sé suave- susurrabas con nocturno flujo en la voz.
Pero una vez que te entregabas
ya no había umbrales que no se pudieran traspasar.
Adivinaba tu ondulante cuerpo de sirena
bajo aquellas gasas trasparentes,
mientras bailabas como una llama
que el viento va acercando a los pastos.
Te gustaba provocarme como jugando
y ver hasta cuándo podía aguantar tus lánguidas miradas,
tus insinuantes y obscenas poses, tus desmayadas provocaciones.
“Ahora sé brusco” jadeabas esperando de un momento a otro
mis salvajes embestidas, sobre tu corazón abierto en todos tus labios.



NOCHE XXIII
Germinaban todos los besos que sembraba en tus húmedos surcos.
Tu piel se llenaba de hierba y rocío, de rosas que se abrían,
de arroyos que fluían desde tus pechos y serpeaban por tu vientre.
No sé si era el hechizo de tus fetiches,
o ese aire fértil de mayo que maduraba el grano en tus henchidos brotes.
Parecía que tu carne se abría para ser sembrada, a puñados, de simiente.
Siempre el calor de las caricias revoloteando por tus valles y cumbres,
los rayos de mi lujuria atravesando las blancas nubes de tu feminidad.
Eran ya tantas copas derramándose por tus sensuales labios,
tantos desmayos en tus ojos,
tantos mordiscos en las rosas dilatadas de tus hinchados pechos,
tantas auroras boreales orbitando alrededor de tu ondulante cuerpo.


NOCHE XXIV
Tu pleno y hermosísimo cuerpo ardía,
llenando de luz la eterna noche oscura de mi alma,
ondeaban tus altas y blancas llamas como estandartes de victoria.
La victoria del sexo, de la belleza, de la trasgresión,
de la juventud hipersensible y temeraria.
Tu piel irradiaba destellos rosados como un mármol vivo,
sobre el que la naturaleza había prodigado sus más excitantes seducciones.
¿Existía otro mundo más allá de tu redondeada carne,
otra vida más allá de la ternura de tu sexo?
Tu belleza se derramaba por las sábanas
como una lluvia de pétalos,
y los orgasmos ponían una corona de flores sobre tu cabeza
cada vez que, prostituida, arrebatada, pura, sacudías el pelo.

NOCHE XXV
Habías recorrido a mi lado un largo camino de amor y lujuria.
Desde aquella tímida muchacha que se estremecía a oscuras
con mis obscenos lamidos,
hasta esa mujer que cabalgaba sobre mi sexo
con arrebatados movimientos de sirena.
Sin embargo tu carne permanecía incólume
como una llama eterna de hedonismo,
excitante y milagrosa como si estuviera protegida  por una divinidad.
Los chorros de mi deseo sobre tus oquedades de hembra sedienta,
enfangándote de besos y de blasfemias,
la luz de tu carne incendiada surgiendo de la oscuridad,
como la vida del fondo de la Tierra,
como un mundo nuevo naciendo de mi Nada.
Tus rotundas nalgas heridas y abiertas entre mis garras de sátiro,
tu belleza raptada por un vértigo apocalíptico de perversiones,
mientras tus ojos, grandes y redondos como soles nacientes,
se rendían de amor una y otra vez.


NOCHE XXVI
Así, muévete como se mueven las olas cuando las sacude la tempestad.
Estamos llegando al fondo del placer.
El viento ha desgarrado todas las velas
pero el mástil, firme sobre el alto oleaje, todavía sigue en pie.
A veces gemías asustada por la profundidad
de aquel océano de pasiones dionisiacas
a donde nos había arrastrado nuestro barco de papel.
Te abrazabas a mí con tus besos salados, con tus ojos nublados,
y yo devoraba la sal y el coral de tus profundidades,
hasta ahogarme en el vapor de tu sangre hirviente,
mientras tú, mareada, herida, trágica, casi desvanecida,
tu carne viva y abierta, tu pelo revuelto,
la espuma de las olas aquilatando tu rojos labios,
te agarrabas al cabecero de la cama
para no morir en la voluptuosidad de tus orgasmos.




NOCHE XXVII
Eras una sirena que me cautivó desprevenido con su canto sensual.
Por tu joven belleza abandoné mi viejo barco a la deriva en el mar.
Me retenías con el calor de tus muslos
y esos lascivos abandonos de tus senos arrumándose contra mi pecho.
Ya nadie me esperaba en ninguna Ítaca,
después de haber probado el vino dulce de tu cuerpo.
Lo bebí hasta caer borracho por las calles,
hasta colmar con tu voluptuosa imagen
los últimos baluartes de mi cerebro.
Todos tus pueriles juegos de seducción
me los tomé siempre muy en serio.
Te gustaba en nuestras bacanales bailar desnuda al ritmo de las olas,
mientras por las paredes crecían las excitantes sombras
de tus grandes pechos.
Estabas tan viva que me quemaba el simple roce de tu aliento.
Ningún exorcismo mefistofélico fue nunca eficaz contra la fuerza de tu juventud.
Te hacía el amor una y mil veces
como si quisiera arrancarte el alma en cada demente arrebato.
Pero era yo quien finalmente perdía el alma
por las cumbres de tu cuerpo arrebatado.




NOCHE XXVIII
Muchacha de suaves gemidos y heroica entrega,
te quedaste para siempre en aquella habitación
que aún huele a tu excitante ternura de vestal.
Todavía cuelgan tus fetiches del cabecero de la cama vacía,
y en las noches de lluvia se oye el eco de tus sensibles jadeos en mi oído.
Te soltabas el pelo y me ofrecías tus blancas nalgas,
vivo como el fuego el milagro de tu belleza de Venus en miles de fotogramas.
Siempre que cierro los ojos te veo, hermosísima, en aquella cálida penumbra
quitándote lentamente la ropa y poniéndote con caricias las medias.
Tu sangre crepitando enfebrecida y la lluvia sofocándose sobre el alfeizar.
Eras la hermosa bacante en los impúdicos sacrificios fálicos
que el cíclope perpetraba, con ansias de eternidad, en su nocturna caverna.


A ella.
Maneja la cruceta con cuidado,
no tires demasiado de ese hilo
no me vayas a arrancar un brazo.
¿Hasta cuándo me tendrás aquí bailando
con mis pantalones remendados,
mis zapatones como barcas
y mi narizota de payaso?
Me pregunto si alguna vez fui un hombre libre,
o anduve siempre así,
bajo la sombra de tu cuerpo, enamorado.



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